Una honda palpitación del espíritu, como proponía Antonio Machado, es la que habita en estas inquisiciones. En ellas los hechos tienen un culto: recreando el pasado, modificar el futuro. El tema es el mundo, sin simulacros. ¿Cuál es la voz de nuestro tiempo? ¿La mediocridad, la desmemoria, el racismo, la fama? “¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza?”. Ese dios es la palabra. Y, como la utopía, está en todas partes.
En Chile pasaron casi dos décadas antes de que el régimen del dictador impuesto por Estados Unidos, Augusto Pinochet, se desmoronara. Lógicamente, cuando la democracia volvió –incipiente, imperfecta e inmadura– a América del Sur, el mundo ya había cambiado: las nuevas generaciones miraban con hastío el pasado, mientras que los viejos habían sufrido demasiado como para querer o poder recordar. Memoria extirpada y el viejo-nuevo cine olvidado.
Pero en esta historia existe un paréntesis. Antes de ser desaparecido por la dictadura militar, el cineasta Raymundo Gleyzer entró a México en 1970 y realizó la que quizá sea la primera película en confrontar al priismo, acusándolo de ser el culpable de haber burocratizado y “congelado” la Revolución Mexicana. El título del documental puede deducirse: México, la revolución congelada. La intención de Gleyzer era establecer un paralelismo entre México y Argentina, y hacer un recorrido por las revoluciones de América Latina. Con su film no sólo brindó una pincelada de las condiciones políticas y sociales en México, sino que, de paso, explicitó la masacre de Tlatelolco, que había cimbrado al país apenas dos años antes y que era ya un tabú para los realizadores mexicanos, si querían seguir filmando en México.
Años más tarde, llegó al país Miguel Littín, quizás el cineasta chileno más importante en el momento del asalto a La Moneda. No pudo terminar en Chile su ficción La tierra prometida y cuando arribó a México ya tenía en el tintero Actas de Marusia. Littín tuvo que recrear el desierto y los paisajes chilenos en Chihuahua para llevar al cine la historia del pueblo. Si en la actualidad es común que Cuba se represente en Puerto Rico, o que cualquier escenario se reconstruya en otro lugar, para Littín no se trataba de una simple adaptación a los planes originales, sino de llevar consigo la historia de su pueblo, tal como un mapa que se porta en el bolsillo, presto a desdoblarse sobre “otro” espacio. Así las Actas de Marusia fueron la alegoría del desplome del sueño allendista, que se diluyó en un río de sangre. Vista desde la actualidad, la película podría parecer acaso demasiado decadente: a un genocidio sigue otro y otro y otro. Este film contenía, no obstante, otro mensaje: que aquellas inequidades a las que estaban sometidos los mineros chilenos de la región de Marusia no distaban demasiado de las trágicas historias de los connacionales en el norte del país. Gleyzer y Littín demostraron que el Nuevo Cine Latinoamericano era exportable.
Hacia finales de la década del setenta, Humberto Ríos, uno de los cineastas que había llegado a México para filmar junto a Gleyzer, volvió –esta vez como exiliado– y se convirtió en profesor de cine en el Centro Universitario de Estudios Cinematográficos de la UNAM. No dejó pasar la oportunidad de poner sus cámaras al servicio de testimonios como el de Laura Bonaparte, quien perdió a cuatro miembros de su familia en manos de los esbirros de la Junta Militar. Para vencer el olvido es el título y propósito de Ríos, que combatía el miedo y la desesperanza con sus imágenes cargadas de anhelos de verdad y justicia. El horror de las torturas, los desmembramientos y los vuelos de la muerte no lograría simplemente ser acallado. Los militares y los empresarios que sostenían a la dictadura argentina no podían destruir y robar vidas sin que alguien alzara la voz. Esto debió pensar el Negro, como cariñosamente llamaban a Humberto Ríos, y por ello hizo gritar a su cine, aunque para dar ese grito fuera necesario el testimonio pausado y desgarrador.
El “Negro” Ríos tuvo tiempo en el exilio para reflexionar sobre la cultura y la identidad. Así que pensó que, para El tango es una historia, los acordes de Piazzolla, Pugliese y la voz de Susana Rinaldi –que había sido novia de Humberto décadas atrás– serían la mejor forma de expresar una manera de ver, estar y sentir el mundo. El tango era esa síntesis popular y melancólica, el sentido del destierro y la certeza de volver, de sentir, “de vivir con el alma aferrada a un dulce recuerdo que lloro otra vez”.
Años más tarde, a mediados de la década del ochenta, Miguel Littín volvió clandestinamente a Chile con la intención de hacer una radiografía social de su país para mostrar el dolor, el sufrimiento y el hambre que se ocultaba al exterior. Pensar en el Littín clandestino nos permite recuperar aquel principio del Cine de Base que decía: “El cine es un arma [y] la única función útil que podemos cumplir al respecto es la de contra-información, ya que el imperialismo ha separado a Chile del resto del mundo. Es así como nosotros entendemos que el cine es un arma” (El cine como arma de Raymundo Gleyzer). Su film explica el sufrimiento causado y la ignominia del pinochetismo, a la vez que recupera los lazos con el pasado histórico y la memoria social que la dictadura quiso extirpar. Esta vez, las posibilidades expresivas de un solo medio no le bastaban a la complejidad del proyecto, así que Gabriel García Márquez publicó La aventura de Miguel Littín clandestino en Chile.
Pocos saben que México no sólo fue el lugar al que muchos exiliados llegaron escapando de las dictaduras latinoamericanas, sino que también desde aquí se forjó lo que podríamos considerar como el primer cine de memoria, que permitía pensar los procesos sociales desde otra realidad.
Hacer cine de memoria no es simplemente recordar un acontecimiento o narrar una historia biográfica; exige una reflexión sobre algo que necesitamos saber para explicar nuestro presente. Si bien relacionamos al cine de memoria con aquellos países donde sectores enteros fueron aniquilados, proscritos o desterrados, en México nuestro pasado dificulta reconocer que no hemos sido capaces de recordar con nitidez. Que también múltiples violencias nos han hecho callar. Que las luchas, victorias y fracasos de las generaciones pasadas están siendo borradas por la vorágine presentista. Y que cada vez más nos acostumbramos a razonamientos individualistas.
Mientras que en Argentina las Madres de Plaza de Mayo son reconocidas por todos como el símbolo contra la dictadura, en México, historias como la de Rosario Ibarra de Piedra permanecen confiadas en pequeños círculos. Quizá Rosario de Shula Erenberg sea uno de los pocos films con una clara intención de reconstrucción de la memoria, aunque con menor difusión que Gimme the power de Olallo Rubio –quien cuenta la historia de Molotov yendo más allá de los convencionalismos del audiovisual sobre una banda de rock. Retomo este ejemplo, pues creo que la memoria y el cine de memoria son algo a reflexionarse más allá de los discursos de la militancia tradicional. Patricio Guzmán, quizás el mejor documentalista latinoamericano, afirma que un país sin documentales es como una familia sin álbum fotográfico. ¿Y qué dice hoy de nosotros nuestro cine?
Mexicano, nació en el Distrito Federal. Ensayista y director cinematográfico. Su filme El cine de la utopía, sobre la lucha por la liberación latinoamericana en este arte, acaba de estrenarse. Coordina el Cineclub de la División de Ciencias de la Comunicación y Diseño de la Universidad Autónoma Metropolitana-Cuajimalpa. Anteriormente, cursó en la Universidad Nacional Autónoma de México el posgrado en Estudios Latinoamericanos. Publicó en las revistas Cine Cubano y Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano. En 2017 ganó el primer Concurso Bienal de Tesis sobre Cine.