Una honda palpitación del espíritu, como proponía Antonio Machado, es la que habita en estas inquisiciones. En ellas los hechos tienen un culto: recreando el pasado, modificar el futuro. El tema es el mundo, sin simulacros. ¿Cuál es la voz de nuestro tiempo? ¿La mediocridad, la desmemoria, el racismo, la fama? “¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza?”. Ese dios es la palabra. Y, como la utopía, está en todas partes.
Sin embargo, las fotografías no han sido jamás un registro objetivo de la realidad. La realidad capturada es captada por un ojo testigo que tiene la misma estructura mecánica que nuestros ojos, lo que le otorga un aura de veracidad que equilibra aquella pérdida de aura de la que hablaba Walter Benjamin al refrerirse a la reproductibilidad técnica. Lo interesante de la fotografía como medio, en términos genéricos, es su imposibilidad de escapar de la propia iconicidad. La imagen es producto de algo que estuvo allí, de ahí su capacidad de ser interpretada como una verdad.
Históricamente, el rol de la imagen fue variando a medida que cambiaba la cámara y su inserción en la sociedad. Con la comercialización masiva de Kodak a finales de 1880 y la aparición de la Leica portátil en los años veinte, se revolucionó tanto la toma de imágenes como su percepción. La guerra ya no era un mero relato hecho de testimonios y documentos, sino que cobraba una nueva dimensión narrativa, la visual. Hoy en día nos enfrentamos al mismo proceso con los constantes cambios en las técnicas digitales.
La difusión virtual de imágenes en tiempo real y a escala internacional crea un sinfín de efectos, desde el libre acceso a la información de casi cualquier ciudadano del mundo hasta su utilización política por los grupos de poder. La manera en que ciertas fotografías que muestran el sufrimiento humano son presentadas revela el espíritu de la política internacional y de los roles identitarios; estas imágenes son capaces de crear la idea de un Occidente civilizado y salvador y de un Oriente salvaje que necesita ayuda. Así, muchas veces es difícil determinar si una fotografía representa a una cultura o sólo lo que se espera que ella sea. Los mitos y las construcciones del imaginario colectivo siempre han resultado una manera de preconcebir lo que somos. A esto hay que añadir las influencias del mercado y los discursos hegemónicos que afectan sin duda el modo de interpretar y considerar nuestro entorno. Se puede crear un teatro visual del sufrimiento ajeno, con el fin de legitimar, por ejemplo, intervenciones militares. La diferencia entre mostrar una imagen que documenta un horror real y utilizar ese horror como vehículo para justificar nueva violencia parece sutil, pero requiere de toda nuestra atención.
Últimamente las fotografías de hechos terribles despiertan debates sociales que resultan insignificantes cuando se concentran en la dignidad de la imagen, en vez de cuestionar el motivo por el cual esos hechos ocurren. Una evidencia visual oculta tanto o más de lo que muestra y su repetición masiva genera también la naturalización del horror. A partir de las creaciones identitarias, nos convencemos de que ciertos problemas pertenecen a la naturaleza y no a la historia. Que un niño sirio muera ahogado al intentar escapar de la guerra no es un hecho natural, es un hecho histórico producto de decisiones de poder. Aquí el problema no es la imagen que lo muestra, sino los gobiernos que la provocan.
Las fotografías sobrevivirán a sus protagonistas y autores para dar testimonio de un mundo desnudo. Pero no deben ser imágenes muertas rodeadas de moscas, fomentando un discurso igualmente muerto de aceptación. Porque registrar no significa entender. Porque la comprensión es mayor cuando se acepta la duda. La imagen debe cuestionar el orden sin naturalizarlo. Sólo entonces la verdad ya no será cierta y sólo así la podremos transformar.
Argentina, nació en Buenos Aires. Estudió Artes en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Ahí también realizó un posgrado en Investigación y Conservación Fotográfica Documental. Y estudió en la Escuela Argentina de Fotografía. Asimismo, ha trabajado en reconocidas galerías de arte y escrito artículos de cultura general para diversos medios. En 2015 viajó a Italia para conocer sus raíces y desde entonces vive en Roma, donde dirige ARTHIA, un proyecto que busca dar a conocer artistas en situaciones de riesgo.