Una honda palpitación del espíritu, como proponía Antonio Machado, es la que habita en estas inquisiciones. En ellas los hechos tienen un culto: recreando el pasado, modificar el futuro. El tema es el mundo, sin simulacros. ¿Cuál es la voz de nuestro tiempo? ¿La mediocridad, la desmemoria, el racismo, la fama? “¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza?”. Ese dios es la palabra. Y, como la utopía, está en todas partes.

No.

ENTRADAS

Poder, poesía y educación


Jorge Márquez


Considero que la Imaginación primaria es el Poder y el primer Agente de toda Percepción humana.
Samuel T. Coleridge

En su libro La educación como práctica de la libertad, Paulo Freire dejó dicho que uno de los principales problemas a los que se enfrentó el pueblo brasileño, en el marco de un desarrollo económico que apuntaba hacia una sociedad en transición a principios de los años sesenta del siglo pasado, fue el de la inexperiencia democrática. A lo largo de toda su obra, pero también desde la práctica, propuso siempre a la educación como alternativa viable para superar ese rezago.

La problemática planteada por Freire con respecto al Brasil, me hace pensar que la inexperiencia democrática es un asunto que comparten todos los países de América Latina y cuyo origen común se encuentra enraizado, en cierta medida, en la colonización de que fueron objeto. Sin embargo, el principio de esta circunstancia se constituye esencialmente, más allá de la dominación extranjera, como una modalidad de ciertas relaciones de poder que pueden darse aun en sociedades completamente autónomas o que no han sido sometidas desde fuera. El caso de los pueblos mesoamericanos es muy claro. En su Historia del capitalismo en México, Enrique Semo cita una carta de López Gerónimo al emperador en la que podemos leer: “Los primeros españoles observaron síntomas inequívocos de explotación y estratificación social: ‘Los pobres macehuales todo el día trabajan para sus tributos y para darles de comer a ellos [a los principales]; porque en un pueblo de mil vecinos hay un cacique y cien principales […] y éstos comen y beben y huelgan y visten y calzan a costa de los pobres labradores que lo sustentan todo’”.

En este contexto, y en sentido contrario a la idea de Freire, la educación ha tomado el papel de soporte para consolidar relaciones caracterizadas por la dominación de un grupo sobre el resto de la sociedad, relaciones que impiden, de facto, la participación en el desarrollo real de un proyecto de comunidad, país o nación. En las culturas prehispánicas, como en la mayoría de civilizaciones de la Antigüedad, la educación favoreció a la monarquía, a las castas sacerdotales y terratenientes. Después, bajo la engañosa forma de la masificación, se perfiló como un recurso invaluable del poder político y una forma, hasta cierto punto discreta, de dominación.

Pero, ¿cuál es, entonces, el concepto de educación que propone Freire? En primer lugar, se trata de trascender el plano pedagógico, mecánico, en donde el conocimiento es impuesto por el educador y aceptado pasivamente por el educando –una forma que reproduce relaciones sociales verticales. En segundo lugar y, en consecuencia, la educación debe ser reflexiva, razonada, cuestionada, sin perder de vista que es necesario también establecer los límites entre los cuales habrá de ejercerse legítimamente el conocimiento. Freire apunta: “Es necesaria una acción educativa que sobrepase los límites estrictamente pedagógicos […]. Educación para la decisión, la responsabilidad social y política”, y con ello arroja una luz esperanzadora, una perspectiva que no ha dejado de ser pertinente.

Aunque la praxis de las ideas freireanas –sobre todo las contenidas en La educación como práctica de la libertad– tuvo su punto de concreción sólo en el ejercicio de la acción alfabetizadora, y a pesar de que bajo el influjo del populismo se le otorgara a la educación un poder totalizador, la experiencia no fue menos rica y, en más de un sentido, aleccionadora. Un proyecto desarrollado con el apoyo de la Universidad de Brasilia, a través del Instituto Superior de Estudios Brasileño, llevó a Freire y su equipo al contacto con comunidades rurales sumidas en una marginación extrema. Ahí, entre otras cosas, los alfabetizadores se encontraron con un hecho que frecuentemente olvidamos y que, para los fines de este texto, me interesa destacar: la capacidad poética que tiene la gente sencilla para entender e interpretar el mundo, esto es, sus expresiones particulares, vocablos ligados a la experiencia de los grupos que representan la riqueza del lenguaje del pueblo, que a veces ni se sospecha. Por supuesto, Freire considera que el educador debe apoyarse en este “instrumento” para hacer más eficiente su acción educativa.

Me he referido a esta capacidad poética del pueblo como un hecho que frecuentemente pasamos por alto, porque ya desde el siglo XVI en la Nueva España, con el proceso de catequización, que no fue otra cosa que el programa educativo impuesto por la Corona, las mentes más agudas de entonces, aunque quizá no bien intencionadas, entendieron que la poesía le era consustancial al ser humano, ya que correspondía a su forma natural de ver la vida. Después de arduas discusiones se llegó a la conclusión de que si se incorporaba este elemento al proceso de enseñanza se obtendrían mejores resultados. Sonia Corcuera comenta: “No todos los autores de confesionarios, pero al menos los más atrevidos descubrieron, como lo hizo en España fray Baltazar Pacheco, que el lenguaje más apropiado para la enseñanza resultaba ser el más poético, por ser el que favorecía una explicación de la realidad bien cimentada”.

Una vez alcanzado este punto, es importante hacer el siguiente balance. Por un lado, hemos visto cómo los estudios de Paulo Freire, enmarcados en la experiencia brasileña de los sesenta, nos conducen a considerar un problema común a la mayoría de países de América Latina: la inexperiencia democrática, y en los que se destaca el papel que el proceso educativo desempeñó en su momento y está llamado a desempeñar para revertir esta situación; por otro, el análisis de los métodos propuestos por el pedagogo brasileño deja abierta una ranura por donde se filtra una vieja controversia que consiste en la oposición entre poesía y conocimiento. Tras esto último se impone la siguiente pregunta: ¿cuál es la relación entre poesía y poder, entre poesía y educación? Para contestarla habrá que remontarse a una oposición más vasta, una metaoposición que contiene, en germen, la expresada entre poesía y conocimiento: mundo material –razón– versus mundo espiritual –idealismo o intuición.

A simple vista, lo anterior se podría reducir a una especie de regateo entre las distintas corrientes filosóficas a lo largo de la historia. Una mirada más atenta, nos revela otra cosa. En su libro Poesía y conocimiento, Ramón Xirau afirma que: “para Platón –tan poeta como filósofo– el poeta, ciertamente “inspirado”, es también engañoso. Lo es, en primer lugar, porque la inspiración es irracional; lo es, en segundo lugar, porque si el poeta imita –el mundo que nos rodea y este mundo es, a su vez, la copia de un mundo perfecto, el mundo de las Ideas o Formas– la poesía no será sino la imitación de una imitación; lo es, en tercer lugar, porque el poeta, por su irracionalidad misma, amenaza la estructura del Estado perfecto y racional de la República”.

La relación entre poesía y poder ha sido siempre estrecha aunque delicada. El gobernante en turno sólo está a gusto con el poeta toda vez que sus decisiones o sus hazañas o sus atropellos sean debidamente maquillados, puestos a punto para el encomio, amén de que se respete el orden establecido con poemas que no inquieten, que no hurguen demasiado en las tribulaciones existenciales, por no mencionar los problemas sociales. La mediatización de los sentimientos, que priva al ser humano de grandes aspiraciones, es un elemento indispensable para que la poesía sea bien vista por el poder.

Cuando hablamos de poesía y educación pudiera parecer que las cosas se complican, que toman otro curso. Lejos de eso, veremos que esta relación no es sustancialmente distinta a la anterior. La educación tradicional ha querido desde siempre que el arte, incorporado a los planes de estudio, sea entendido como un pasatiempo y no como una forma de conocimiento. Por lo que respecta a la poesía, generalmente se le relega a la antesala de la declamación o, en el mejor de los casos, se requiere de ella sólo el filón de la rima para la nemotecnia; así, todo aquél que manifieste un interés más allá de estos límites, de inmediato es ridiculizado y, entre burlas, tachado también de soñador, como si soñar fuera un asunto inhumano.

El culto a la razón, que en su versión moderna se inicia a mediados del siglo XVII con Descartes y Bacon, encuentra un impulso inusitado en Augusto Comte y la Revolución Industrial del XIX. Progreso, producción a gran escala, el dinero como nuevo mesías, ciencia y conocimiento racional son algunos de los temas que ocupan desde entonces a muchos pensadores y a la sociedad en su conjunto. Con la consolidación de la burguesía como clase plenipotenciaria, el poder, a través de la educación tradicional primero, mediante la tecnología educativa después, replanteó a su conveniencia la antigua escisión entre ciencias y humanidades. Fomentando el mito de que el ser humano tan solo podrá salvarse gracias al progreso tecnológico, se trata aquí de ir eliminando sistemáticamente aquellas disciplinas que han hecho que ese mismo humano cuestione su situación en el mundo. En contraste, apenas si se escucha alguna voz que desde el ámbito educativo manifieste categóricamente y sin rubor la necesidad del arte, concretamente de la poesía, como vehículo para acceder a formas más sensibles de entender y crear el mundo.

El redescubrimiento que hace Freire, respecto a la carga poética del lenguaje del pueblo, nos lleva a una de las tesis más importante de J. B. Vico, quien afirma que el lenguaje primero de la humanidad fue el lenguaje poético. De lo anterior se colige que esta forma de expresión, de pensamiento, no le es ajena al ser humano, sino que debido a un proceso de extrañamiento que podríamos sintetizar en la fórmula hegeliana “Todo lo real es racional, y todo lo racional es real”, se ha ido alejando de ella. Pero si el humano no es únicamente razón, sino también es ser y valer, odio y amor, simpatía y diferencia, entonces, ¿qué hay detrás de todo esto?

El poder, bajo la cobertura de la educación, tiene la posibilidad de construir un discurso histórico-político basado en sofismas que guardan la apariencia de verdades racionales. El elemento artístico, poético, al fomentar otra manera de ver la realidad, es considerado, sotto voce, su enemigo. Por otro lado, con cierta inquietud llegamos a lo que Gianni Vattimo denomina el resquebrajamiento de la visión unitaria de la historia o fin de la modernidad, no sólo con un discurso esquizofrénico del poder político, sino con la emergencia del mercado como el nuevo poder real, donde las propuestas alternativas disponibles carecen de la inventiva, de la frescura necesaria que las despoje de esa imagen de niñas viejas condenadas a una muerte prematura. Quizás ahora cobren sentido aquellos grafiti del 68 parisino, que en su momento fueron tildados por los más ortodoxos de “accesos de romanticismo”: “La imaginación al poder” y “Hoy sabemos que dos más dos no son cuatro”.

Finalmente, ¿cuál es la sencilla y profunda revelación que nos ofrece la poesía? Que el humano es más que un montón de huesos dispuesto a alimentar las grandes calderas de producción de bienes de consumo. Por eso, una educación que no promueva el arte, sobre todo la poesía, como una forma de conocimiento y de crecimiento del espíritu, está condenada a ser la eterna comparsa de la inexperiencia democrática y también, ¿por qué no decirlo?, de una suerte de inexistencia funcional.

Jorge Márquez (1961)


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