Una honda palpitación del espíritu, como proponía Antonio Machado, es la que habita en estas inquisiciones. En ellas los hechos tienen un culto: recreando el pasado, modificar el futuro. El tema es el mundo, sin simulacros. ¿Cuál es la voz de nuestro tiempo? ¿La mediocridad, la desmemoria, el racismo, la fama? “¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza?”. Ese dios es la palabra. Y, como la utopía, está en todas partes.
En el prólogo de Baladas no pagadas (La Poesía, señor hidalgo, 2005) Jeannette L. Clariond, traductora, apunta dos frases que encierran la filosofía de Alda. La primera es de la poeta: “Lo que me salvó fue el asombro, la capacidad de asombrarme, más que encolerizarme, ante la pérdida de dignidad del ser humano”. La segunda es de Kierkegaard: “Estar enfermo de muerte es no morirse”. A diferencia de otras autoras que transitan entre la locura y la poesía, como las suicidas Alejandra Pizarnik, Sylvia Plath y su compatriota Antonia Pozzi, Merini se abandera con la resistencia, ante todo vivir: “Cuando en mis manos pusieron / mi vergüenza, / vergüenza comí cada día”.
Flor dolida de incertidumbre, se llama a sí misma. Su verso tiene la profundidad del golpe interior, la melodía de alguien que se sabe con un pie en el abismo y otro en la tierra donde se sostiene. Su voz es nítida, muy lejana a la de los farsantes que disfrutan lucrar con sus tragedias. Alda lo supo: “Los poetas son como los demás / caen adentro de la copa como todos / confundidos con la argolla matrimonial / y se tornan amargo veneno para las flores”.
La obra de esta mujer italiana sorprende por varios motivos. El primero es el silencio. Sus poemas de corto aliento hacen que aparezca ese temblor del que habló Hemingway: la poesía es lo último que puede decirse, es una “lira que sólo calla en el paraíso”. El segundo es la permanencia: veinte años sin escribir, terapia de choques eléctricos, abrazo y luego negación del gremio literario. La poesía de Merini sobrevivió. Ella escribía porque era su misión, no para ganar un premio o para coronarse con la validación de los demás. Una vez declaró que como poeta había que vivir lejos de los triunfadores. Su canto a “lo que no está”, a “lo que ya no es”, se convierte en un puñado de luz que brota desde la ausencia.
Alda Merini se suma a la lista de escritores que construyen su literatura en los infiernos. Habita en su figura un aire de malditismo, de desmesura que conmueve. Entendemos que está, como diría Maiakovski, “sola hasta el horror” como todos los que padecen la locura, el hiriente aislamiento de la enfermedad mental. Perder el juicio mas no la inteligencia, enloquecer de sensibilidad. “Vivo en mí como vivo el mundo” es su lema.
Su existencia fue un deambular entre el mito y la persona. Alda que fumaba 80 cigarrillos al día; Alda la compositora de canciones para las estrellas; Alda la violenta, la encerrada en el manicomio; Alda la del eterno collar de perlas. Pero está también Alda la madre, la muchacha poeta, la enferma. Lejos del personaje, de la excentricidad, del espectáculo, se alza la poesía intacta y firme. Al igual que Héctor sale a pelear contra Aquiles a sabiendas de que perderá, Alda le hace frente a la vida con la poesía como arma. La palabra no la curará, pero algún honor habrá de darle. Algo así como las espinas de la rosa, que no impiden la muerte de la flor pero es lo único que ella tiene para defenderse del mundo:
el pie de la locura
nada tiene de divino
pero la mente nos lleva
por las pendientes blancas
donde llora la nieve.