Una honda palpitación del espíritu, como proponía Antonio Machado, es la que habita en estas inquisiciones. En ellas los hechos tienen un culto: recreando el pasado, modificar el futuro. El tema es el mundo, sin simulacros. ¿Cuál es la voz de nuestro tiempo? ¿La mediocridad, la desmemoria, el racismo, la fama? “¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza?”. Ese dios es la palabra. Y, como la utopía, está en todas partes.

No.

ENTRADAS

Revivir en el sueño


Sylvia Lago


Autor de más de ochenta libros que sobrepasan las trescientas ediciones, traducido a veinticinco lenguas, Mario Benedetti es reconocido internacionalmente como uno de los escritores tutelares del proceso cultural latinoamericano. Su polifacética producción, que abarca la poesía, la novela, el cuento, el ensayo, el teatro, la crónica, el periodismo, la crítica, el testimonio, ha mantenido durante más de medio siglo un diálogo intenso y permanente con su entorno, cualidad ésta que, unida a los relevantes valores estéticos que la caracterizan, ayuda a comprender el enorme campo de expansión que ha generado, la constante y entusiasta cercanía afectiva entre el creador y sus innumerables destinatarios: lectores que admiran y disfrutan sus distintas obras, haciendo transmigrar el texto literario a su propia vida; que recitaban y cantaban a coro sus poemas cuando el autor se presentaba en teatros colmados de públicos fervorosos, o que, más solitarios, escriben en la pared callejera o en el muro de una cárcel grafiti tomados de sus versos, en franca y entusiasta apropiación. O, en ámbitos más íntimos, realizan sus declaraciones o mensajes de amor mediante estrofas del poeta. No en vano el escritor Hugo Alfaro lo ha considerado un intérprete privilegiado del sentir de su pueblo, observando que “su poesía revela lo que ya está en nosotros” y que “la gente ha hecho del escritor, del ciudadano y del hombre privado, una sola, enteriza persona”.

Porque su obra interpreta e interpela con inusual lucidez las etapas más importantes, los momentos más decisivos de gran parte del siglo XX, y accede con la misma clarividencia al nuevo milenio, para atestiguar y reflexionar sobre las contingencias claves de nuestro país y de Latinoamérica, revelando esa unidad indisoluble que conjuga actividad creadora y obrar ético. Su producción enseña, sea a través del verso o de la prosa ficcional, sea a través del diálogo teatral o del artículo periodístico, no sólo encomiables virtudes literarias sino atributos morales como la comprensión, la equidad, la justicia, la solidaridad, en un universo que, como sabemos, padece una de las más inquietantes crisis de valores de la historia; un universo en el cual, como advirtiera su colega y amigo el escritor José Saramago, “es importante saber quiénes somos nosotros –el ser humano librado a la incoherencia de sus conflictos y contradicciones–, qué somos los unos para los otros” y “donde el hombre, que tiene la obligación estricta de ser solidario, no lo es.”

Su obra expresa y replantea, entre otras también esenciales, esas interrogantes que preocupan a Saramago y, en obstinado ahondamiento en busca de la superación de lo humano, mantiene una continua vinculación con el lector-cómplice, así se trate del investigador especializado o del muchacho que vibra con sus sensitivos poemas o del receptor que aguarda, expectante, como lo señala el escritor español Rafael González Gonsálvez, que surjan en sus páginas venideras “actos nuevos” que conlleven “la esperanza, imposible de decapitar.”

La esperanza, sí. Y también el sueño, el optimismo, la ilusión. “Por eso aprendo y digo mi lección de optimismo / y ocupo mi lugar en la esperanza”, dice Mario en su poema Salutación del optimista.

La esperanza es para el autor “compartir los sueños con los sueños” y es, asimismo, esa saludable corriente que nutre los buenos impulsos del hombre y que los poetas saben trasmitir: “y sin embargo, sin embargo es gracias / a los poetas que están y a los que fueron / que yo y mis prójimos soñamos / y también revivimos en el sueño”, nos alienta desde el poema “Estar y no”, incluido en su libro titulado Existir todavía.

Firmes sustentos de esta producción literaria cuyas verdades no suelen ser gratas a los poderes establecidos sino “inconvenientes ante toda sacralidad y oficialidad”, como sostiene su biógrafo Mario Paoletti; sus principales atributos no están separados de la realidad que, como Benedetti ha dicho, “es demasiado absorbente como para que no influya en nuestros autores”. Mario entiende como “un deber de nuestra crítica, de nuestra historia de las ideas, […] vincularnos a nuestra historia real, no de modo obsecuente ni demoledor; simplemente, vincularnos a ella para buscar allí nuestra expresión (tantas veces sofocada, calumniada, malversada, teñida), como el medio más seguro de interpretar y asumir nuestra realidad, y también como una inevitable y previa condición para cambiarla” (“El escritor y la crítica en el contexto del subdesarrollo” en El ejercicio del criterio), y sentencia en otra oportunidad: “Ser realidad y ser palabra son dos apasionadas maneras de ser hombre”.

La realidad se hace presente en su poesía, que es “necesidad primordial”, el género que más le gusta, su “más vieja vocación”, según propias declaraciones. Realidad que vivifica “esa lírica irónica y ambigua que juega con la plurivalencia de sentidos”, como lo observa su prologuista Francisca Noguerol en el estudio que antecede a la recopilación titulada Los espejos las sombras.

Miembro del equipo de redacción del prestigioso semanario Marcha y de valiosas revistas culturales uruguayas como Número –para citar una representativa de su promoción literaria–, Benedetti, que pertenece a la rigurosa y cuestionadora Generación del 45, es reconocido tempranamente por algunos de sus compañeros: Carlos Real de Azúa, Emir Rodríguez Monegal, Ángel Rama, Carlos Martínez Moreno, quien, ya en 1945, destacaba a Mario, entre los escritores de este grupo generacional, como “uno de los de más envidiable facundia, mejor sentido de disciplina, mayor versatilidad creadora”.

Mario compartirá con los integrantes de esta generación una postura de acercamiento crítico al acontecer social, a los distintos estratos ideológicos, cuestionando los mitos arraigados en nuestra sociedad, denunciando sus falacias y, en empeño por esclarecer el ámbito nacional, abordará las vinculaciones y entrelazamientos de la nuestra con otras culturas. Y lo hará con un estilo nuevo, incisivo, personalísimo, ése que, según César Vallejo, singulariza al verdadero creador, quien es capaz de traducir “las oscuras nebulosas de su vida” que “residen en el giro del lenguaje, […] en los imponderables del verbo”.

Hoy vemos su producción literaria como una totalidad plena, como una armoniosa estructura en que las partes conversan entre sí y que define un proyecto cultural sólido, de amplio espectro dilucidatorio.

Desde la constante y aguda captación del contexto, Benedetti hace trascender la experiencia particular elevándola a un plano de universalidad. Así se ubique en el reducido espacio de una oficina o de un hogar montevideano –y evocamos aquellas paradigmáticas obras donde ya se perfilan, por los cincuenta, algunas marcas insoslayables de su estilo: Montevideanos, Poemas de la oficina, La tregua (ya del sesenta)–, o atienda las luchas en pos de un futuro que consolide los derechos del hombre, o inquiera las coyunturas históricas, puntuales y sobrecogedoras, en las cuales el escritor entra en zona de riesgo y pone en peligro su vida.

Lugares convocados por el creador –en verso, en prosa– como el penoso territorio del exilio –y señalo, a propósito, su ineludible libro Geografías, publicado en 1984. Cuando se han generado ya distancias irrevocables –Benedetti cumplió su destierro político en Buenos Aires, Cuba, Perú, México y España– e impuesto tercas fronteras, como ocurrió en el acelerado proceso de degradación de la última dictadura, sólo nos quedan la memoria y la función creadora para traspasarlas.

Pez piedra

de Guillermo Olguín

Guillermo Olguín (1969)


Mexicano, nació en el Distrito Federal. En Seattle, se formó en el Cornish College of the Arts y, después, en la Universidad de Bellas Artes de Hungría y en Toulouse. En pintura o dibujo, gráfica o fotografía intervenida, su obra se caracteriza por explorar los climas metafísicos del viaje, su mitología y sus ritos paganos. Enfrenta a los materiales con audacia: escultura en bronce, cerámica y textiles. Y el color se indaga a sí mismo en busca de poesía. Hasta la fecha, ha expuesto de manera individual y colectiva en México, Brasil, Argentina, Cuba, Paraguay, EUA, Italia, Francia, Alemania, Gran Bretaña, Hungría, España, Portugal, Finlandia y Japón. Fruto de su labor, ilustró La letra escarlata de Nathaniel Hawthorne, entre otros. Su compromiso con los pueblos indígenas lo llevó, sin darse cuenta, al mundo del mezcal.



Mario ha defendido siempre la función del creador, el azaroso y a la vez subyugante oficio de escribir: “el deber primordial que tiene un escritor del exilio es con la literatura que integra, con la cultura de su país, de su pueblo. Tiene que reivindicar su condición de escritor y, a pesar de todos los desalientos, las frustraciones, las adversidades, buscar el modo de seguir escribiendo”, sostiene.

Al comentar esta dimensión de su obra y de su asumida participación como intelectual y como artista, el escritor español Manuel Vázquez Montalbán afirma: “leer a Benedetti desde la simplificación de la escritura de compromiso es una de las muchas maneras de no leerle […]. Todo escritor se compromete a través de lo que piensa, lo que escribe o lo que omite”.

Y Mario Benedetti ha sabido expresar sus pensamientos y sus opciones cívicas en una literatura de alto nivel donde se encauzan sus más claras convicciones.

Deseo destacar, entre los escenarios que dan apoyatura a su discurso literario, el “espacio político del cuerpo”, que con tanta maestría ha incorporado a su obra. En ocasiones “espacio del infierno”, como lo designa Michel Foucault en su libro Vigilar y castigar, esta obstinada entidad de lo humano es abordada por el escritor en todos los géneros: en cuentos como “Péndulo”, del volumen La muerte y otras sorpresas (1968), o en los textos de sus libros Geografías (1982), Viento del exilio (1980), La casa y el ladrillo (1976), Preguntas al azar (1986), o en piezas teatrales tan impactantes como Pedro y el capitán, de 1979. En esta última, dos personalidades y actitudes opuestas se enfrentan en un intenso diálogo dramático; en un duelo feroz que deja al descubierto posturas ideológicas antagónicas. La presencia en escena del cuerpo del torturado va engrandeciendo sus contundentes argumentaciones, en las distintas instancias de su derrumbamiento físico.

El cuerpo-espacio-político se objetiva, convirtiéndose en una verdadera “presencia ausente” –permítaseme el oxímoron, válido ya desde La Ilíada– en poemas tan conmovedores como Soliloquio del desaparecido: “Ahora estoy solo y sin nombre / me siento ingrávido y sin sed / no tengo huesos ni bisagras / no tengo ganas ni desgana”, monologa el hablante lírico –la voz del desaparecido– desde su abismo.

El largo poema –del que apenas he citado el inicio– se complementa con otros, igualmente elocuentes, como los que integran Preguntas al azar (1986). En él, y en estrofas interrogativas que dejan al descubierto las arduas vicisitudes del exilio, el poeta inquiere acerca del territorio perdido: “¿dónde está mi país? / ¿junto al río o al borde de la noche? / ¿en un pasado del que no hay que hablar? / ¿o en el mejor de los agüeros? / ¿dónde?”, para evocar de inmediato ciertas presencias insoslayables, “fantasmas asiduos” los llama, que fueron testigos –y víctimas– de una encrucijada infame: ¿dónde está mi país?, “¿en el incandescente laconismo de Ibero / en la muerte incurable del Zelmar?”.

En este sentido, y diría que con carácter de vaticinio, en 1990 Benedetti denuncia, en un excelente artículo sobre la poesía de Juan Gelman, las “amputaciones sufridas” –así las nombra– por éste su amigo e insigne creador. Entre ellas señala como la más dolorosa la desaparición del hijo combatiente, previendo la indeclinable batalla que hasta hoy libra el escritor argentino, quien, como observa Benedetti, no sólo ha vivido día a día con la gente y sus recuerdos sino que ha muerto con los que murieron. Mario evoca con emoción aquellos intensos versos de su amigo: “Un fulgor en la noche de los verdugos / es tu rostro hijo mío un fulgor / y por él vivo y muero en estos días”.

Fuertemente imbricada en la problemática nacional, decíamos, la producción literaria de Mario Benedetti prioriza, desde sus inicios, los conflictos que se originan en la clase media, “gran protagonista de sus cuentos” –de acuerdo al crítico George Hunter, con cuya afirmación coinciden los estudiosos del macrotexto benedettiano. Pero, en constante devenir, su literatura irá interrogando –y a menudo esbozando respuestas– a las eventualidades –frecuentemente adversidades– de un contexto más amplio y complejo que aquél en que se sitúa una clase o un estrato social particularizado: el gran contexto latinoamericano. Cabe señalar la importancia que tuvo para él la Revolución Cubana, que fue vista –en su momento– con la esperanza de escapar de la dominación y la dependencia oprobiosa del Imperio. Benedetti se refiere en su libro de ensayos Literatura uruguaya del siglo XX a esta revolución, “ese tema externo, aparentemente lejano” –en ese entonces–, que contribuyó a que “el tema de América Latina penetrara por fin en nuestra tierra, en nuestra vida cultural que siempre había padecido una dependencia casi hipnótica de lo europeo”.

Esa visión penetrante y a la vez abarcadora lo llevará a ahondar en los distintos momentos de una crisis social y política que el autor testimonia enfocándola, en lo que respecta a nuestra realidad, desde diferentes ángulos: cuando denuncia los vicios de una oligarquía y una burguesía corruptas, cuando marca las carencias –y decadencias– de una clase media burocratizada, cuando vaticina el resquebrajamiento de un orden y a partir de él traza lineamientos para la difícil tarea de la reconstrucción –en tal sentido vale recordar sus acciones y posturas ciudadanas definidas auténtica y decididamente en el proceso político del país–, apostando asimismo a la conformación de la “gran patria latinoamericana” que soñara y programara José Martí. Pero, no lo olvidemos: su indeclinable militancia –en el país o en el exilio, donde continuará su actividad infatigable en actitud de enjuiciamiento y denuncia de toda forma de autoritarismo, corrupción, arbitrariedad– no opacará los fulgores de su obra sino que contribuirá a darle inusitados giros y realces. Desde su concordancia con aquella sentencia de Mariátegui, “la inteligencia y el sentimiento no pueden ser apolíticos”, el discurso literario de Benedetti constituirá un sistema significativo de excepción, generando desde su mensaje un potencial polisémico que enaltece el artificio estilístico. Esto puede verse a lo largo de su extensa travesía literaria, que obviamente no podemos recorrer ahora ya que no haríamos más que nombrar los cerca de un centenar de títulos que la componen. No obstante, voy a referirme brevemente a su narrativa, desde, por lo menos, la aparición de Montevideanos, en 1959. Esta obra marca un hito fundamental en la cuentística uruguaya, que Benedetti enriquecería luego incesantemente con libros tan importantes como La muerte y otras sorpresas (1968), Con y sin nostalgias (1977), Geografías (1984), Recuerdos olvidados (1988), Despistes y franquezas (1989), Buzón de tiempo (1999), así como posteriores antologías y la edición de sus Cuentos completos (1994), prologada por el escritor mexicano José Emilio Pacheco, quien declara que Mario ha trabajado el género de forma admirable y con “fidelidad inexpugnable”.

Serie Pirotecnia

de Guillermo Olguín

Guillermo Olguín (1969)


Mexicano, nació en el Distrito Federal. En Seattle, se formó en el Cornish College of the Arts y, después, en la Universidad de Bellas Artes de Hungría y en Toulouse. En pintura o dibujo, gráfica o fotografía intervenida, su obra se caracteriza por explorar los climas metafísicos del viaje, su mitología y sus ritos paganos. Enfrenta a los materiales con audacia: escultura en bronce, cerámica y textiles. Y el color se indaga a sí mismo en busca de poesía. Hasta la fecha, ha expuesto de manera individual y colectiva en México, Brasil, Argentina, Cuba, Paraguay, EUA, Italia, Francia, Alemania, Gran Bretaña, Hungría, España, Portugal, Finlandia y Japón. Fruto de su labor, ilustró La letra escarlata de Nathaniel Hawthorne, entre otros. Su compromiso con los pueblos indígenas lo llevó, sin darse cuenta, al mundo del mezcal.



Lamento no poder señalar particularmente las excelencias de cuentos tan memorables como El presupuesto o Puntero izquierdo, que viven en el recuerdo individual o colectivo, actualizados en las voces de nuestros más representativos actores.

Imposible obviar su corpus novelístico: La tregua, considerada como “una de las más bellas peripecias narrativas contemporáneas sobre la soledad y el amor” (José Carlos Rovira); Gracias por el fuego, novela que instaura y adelanta, en la conflictividad de personajes enfrentados desde la perspectiva generacional, circunstancias dramáticas que se agudizarían en el país; Primavera con una esquina rota –no es azar que Amnistía Internacional haya distinguido esta pieza con el Premio Llama de Oro, en 1986–, obra donde las nostalgias y las penurias del exilio se conjugan con la ilusión del regreso; La borra del café, íntima y memoriosa, evocadora de etapas de su infancia, con finos toques de emoción y sutil atmósfera poética.

En otra línea deben situarse su nouvelle El cumpleaños de Juan Ángel, intenso testimonio de época escrito en impecables versos blancos de ajustados ritmos, en el cual, a través de su evolución, el protagonista va develando una conciencia responsable que lo ubica en una instancia política impostergable; y la novela Andamios, donde desde las experiencias y vivencias de un desexiliado –y “desexilio” es vocablo creado por Benedetti– se definen, con lenguaje directo y coloquial, caracteres y actitudes de una sociedad aún conmocionada.

Vale la pena destacar, asimismo, su ensayística: acompañante de su itinerario ficcional, se convierte en modelo del género. Gran parte se reúne en el libro El ejercicio del criterio, en el que los textos son “verdaderos ejercicios de la conciencia”, tal como los define el escritor Roberto Fernández Retamar.

Siento no poder ejemplificar ciertos componentes específicos de su escritura: el juego dinámico de los contrarios que se integran en nuevas e iluminadoras síntesis expresivas; la inteligencia del detalle; la sabia incorporación de elementos conversacionales al discurso lírico y de genuinas estrategias poéticas a su narrativa; las vetas de humor y de ironía que aparecen en su obra, combinando referencias que actúan como guiños para el lector y generan una franca confabulación afectiva; la invención de palabras que contribuyen a alimentar la línea lúdica de su poesía; la modificación deliberada de las normas gramaticales, artilugio que utiliza a veces al servicio de la ironía: “pobrecitos creían que libertad / era tan sólo una palabra aguda / que muerte era tan sólo grave o llana / y cárceles por suerte una palabra esdrújula / olvidaban poner el acento en el hombre” (Poemas de otros).

En la continuidad de su trayectoria creadora se distinguen, desde el punto de vista temático, ciertos motivos reiterados que se entrecruzan en los distintos niveles genéricos y configuran tópicos ineludibles para la comprensión del complejo entramado de las relaciones humanas: la soledad del hombre desamparado en el vacío existencial de una época donde desaparecen las apoyaturas psicológicas y ontológicas; el tiempo en su marcha inclemente y vertiginosa; la muerte en sus diversas manifestaciones y apariencias: desde aquélla que determina el surgimiento de profundas interrogantes metafísicas hasta la que aparece en instancias más cercanas y concretas de la cotidianeidad –vuelvo a recordar, a propósito, su libro de cuentos La muerte y otras sorpresas, de 1968–, o en otras modalidades, éstas poéticas, que la desacralizan con mirada risueña y tono irreverente: “¿Dónde estás muerte / muertecita”?, llamándola con expresiones burlescas: “muerte boba”, “curandera frugal”. Desde luego el amor, “con su complejidad que compromete al ser humano en su totalidad”, visto como un proyecto de salvación en el intercambio de subjetividades: “estás sola / estoy solo / pero a veces / puede la soledad / ser / una llama”, y en otro poema: “yo / fulano de mí / llevo conmigo / tu rostro en cada suerte de mi historia”, y en El amor es un centro: “Una esperanza un huerto un páramo / una migaja entre dos hambres / el amor es campo minado / un jubileo de la sangre”. O es entendido en el trasiego solidario que lleva al sujeto a hacerse uno no solamente con la amada sino con su colectividad. Cómo no rememorar aquellas estrofas de octosílabos del poema Te quiero, que fueran bellamente musicalizadas: “Tus manos son mi caricia / mis acordes cotidianos / te quiero porque tus manos / trabajan por la justicia / si te quiero es porque sos / mi amor mi cómplice y todo / y en la calle codo a codo / somos mucho más que dos”.

Se suman otros temas como la inautenticidad –con sus variantes semánticas de hipocresía y fallutería– o como el hastío y la vacuidad que, surgidos en uno u otro estrato social, amenazan con precipitar a quienes los padecen en la tragedia del sinsentido –la locura, la autodestrucción–, trátese del agobio personal de un oscuro jefe de oficina o, en mayor escala, de otros más altos ejecutores del poder, ensañados con los que viven en estado de dependencia y no pueden superar –más allá de circunstanciales protestas– su condición de sometidos.

Y los tópicos relativos al enfrentamiento político y a la lucha, que se van afirmando con el avance de las definiciones ideológicas del autor y evidencian convicciones éticas individuales que son válidas para la comunidad y que generan confianza en un porvenir y un futuro que ha de construirse colectivamente: “Lento pero viene / el futuro se acerca / despacio / pero viene / […] demorándose viene / cual flor desconfiada / […] iluminando viene / las últimas ventanas”, y que, entre las “cosas a hallar”, materiales e inmateriales: “presagios, años, calles, señales, mar”, Benedetti privilegia aquéllas de un porvenir donde alienta la esperanza: “Hallaré a tantos / como se proponga / la piel de mis quimeras / hallaré los presagios de los jóvenes / los años ya sin fondo de mi madre / todo el pasado y sus señales de humo”.

Cabe mencionar aquí las canciones de estrofas sencillas, de lejana filiación patriótica –pensamos en los “cielitos” de Bartolomé Hidalgo–, con las que Mario participa en momentos decisivos y apremiantes, apostando a la respuesta popular: “Cielito cielo que sí / cielo del sesenta y nueve / con el arriba nervioso / y el abajo que se mueve / que vengan o que no vengan / al pueblo nadie lo asfixia / que acabe la caridad / y que empiece la justicia”.

Todo esto configura una axiología coherente donde lo psicológico, lo histórico, lo político, lo ético consignan el surgimiento de un metalenguaje crítico, actividad que el escritor realiza “con punzante concisión mental”, como observa Carlos Martínez Moreno. Y que complementa a lo que hemos llamado la “vertiente reflexiva” de su lírica, incluida tanto en el sistema literario de Benedetti como en el de otros grandes poetas latinoamericanos: Martí, Vallejo, Neruda, Roque Dalton, Gelman, Urondo, Cardenal, Adoum, José Emilio Pacheco, Eliseo Diego, Roberto Fernández Retamar –y estoy recordando sólo a algunos de nuestros grandes poetas en lucha por un mejor destino.

Mucho más habría que decir de la obra y de la personalidad de un escritor tan entrañablemente nuestro. Deseo solamente aludir a la importancia que le ha otorgado al tema de la ciudad, esa presencia insoslayable, marco y sostén primordial de su obra desde los comienzos: “Montevideo era verde en mi infancia / absolutamente verde y con tranvías”, rememora el dactilógrafo nostalgioso en Poemas de la oficina. El espacio abierto, el panorama urbano que tan acertadamente funciona, por ejemplo, en La Tregua, va adaptándose a las vivencias del yo-narrador: barrios, calles, esquinas, plazas montevideanas que se tiñen con los sentimientos de los personajes o muestran a los pobladores anónimos de la ciudad exorcizados en el trajín de su peripecia diaria.

Muchos años de creación habían transcurrido cuando, en Existir todavía, ese hermoso libro de poemas de los 83 años del autor, éste vuelve a cantar a la ciudad, “gran protagonista de su obra”. Evoco sólo las primeras estrofas: “Mi ciudad sigue siendo mi ciudad / sin embargo no puede ser la misma / muchos de mis amigos sucumbieron / o fueron destrozados por el odio / dejando un hueco atroz en la vergüenza / ahora existe algún rosal suplente / que las lágrimas riegan por rutina / hay árboles que fueron / otros son / los pajaritos buscan los que fueron / fue desde allí que los parió la luna / y los lanzó a volar a todo riesgo”.

Deseo terminar esta laudatio, por cierto incompleta, con un poema de Mario que adivino –o presiento– dirigido a Luz, su esposa, su compañera incomparable, a quien dedica un libro en sus “cincuenta y siete años de buena unión”. Se titula “Fórmula” y en sus tersos endecasílabos se conjugan armoniosamente la sensibilidad, la nostalgia, la melancolía, el amor:

Era una isla con un solo árbol
era un pasado con un solo amor
una memoria con un solo miedo
un cielo opaco con un solo dios

la interrogante es dónde acudiremos
con viejas cicatrices del dolor
cómo dejar mensajes de la sangre
en la estafeta de nosotros dos

ya no nos quedan gozo ni tristeza
para reconocernos bajo el sol
el tiempo pasa y pasa como un vértigo
y quedamos sin pálpito y sin voz

después de todo poco es lo que resta
la inocencia es el último bastión
y es una buena fórmula quererse
como lo descubrimos vos y yo.

Sylvia Lago (1932)


Uruguaya, nació en Montevideo. Estudió en el Instituto de Profesores Artigas, donde llegó a ser subdirectora. Dirigió el Departamento de Literaturas Uruguaya y Latinoamericana de la Universidad de la República. También coordinó la Gaceta de la Universidad. De su obra literaria, casi toda narrativa, sobresalen las novelas Trajano, distinguida con un premio por la revista Número; Tan solos en el verano (premio Feria Nacional de Libros y Grabados) y La última razón. Algunos libros de cuento son Detrás del rojo; Las flores conjuradas; Días dorados, días en sombra. Colaboró en Marcha y Crisis. Emir Rodríguez Monegal y Ángel Rama destacaron su escritura. Fue presidenta de la Fundación Mario Benedetti.