Una honda palpitación del espíritu, como proponía Antonio Machado, es la que habita en estas inquisiciones. En ellas los hechos tienen un culto: recreando el pasado, modificar el futuro. El tema es el mundo, sin simulacros. ¿Cuál es la voz de nuestro tiempo? ¿La mediocridad, la desmemoria, el racismo, la fama? “¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza?”. Ese dios es la palabra. Y, como la utopía, está en todas partes.

No.

ENTRADAS

José María Arguedas y la reinvención de la utopía


Zulma Palermo

La utopía arguediana no tendría lugar si no fuera una prefiguración de otras subversiones mayores. Toda utopía es, después de todo, un proyecto de reconstitución del sentido histórico de una sociedad.

Aníbal Quijano
Modernidad, identidad y utopía en América Latina



Las resonancias actuales de la escritura legada por José María Arguedas incitan a proponer una reflexión compartida –en comunidad y complicidad– con los lectores de estas páginas, orientada a analizar, con actitud crítica, la función y la responsabilidad de la institución literaria y de la universidad latinoamericanas en la producción de conocimiento en nuestros días. Es ésta una invitación a internarnos de otro modo en la escritura arguediana, para revitalizar su posicionamiento en la búsqueda de caminos “otros” que “inventen” estrategias que nos ayuden a construir alternativas a los cánones vigentes y para darnos re-existencia (Albán-Achinte) como académicos y como operadores culturales, es decir, como necesario sustento para la reinvención de una utopía decolonizante.

Iniciemos este acotado recorrido buceando en la genealogía del pensamiento arguediano, aquélla que viene dando lugar a una larga y mayoritariamente soterrada ruptura con el “canon occidental” desde los inicios mismos de la colonización y su consecuente colonialidad, todavía vigente. Tal ruptura se hizo visible, en gran medida, a partir de los estudios coloniales que florecen creativamente en las últimas décadas del pasado siglo –de una semiosis colonial–, incursionando en los discursos de resistencia y oposición a la situación del poder global, consecuencia actual de la imposición ejercida sobre el Nuevo Mundo no sólo por las armas, sino con la penetrante fuerza de las letras y del conocimiento. Así desde Waman Poma de Ayala –el solitario “cronista” de la resistencia a una civilización que ya en su momento parecía perdida ante el avance del poder colonial–, cuyo lugar de enunciación fronteriza habrá de preceder a muchos otros en el largo recorrido que va de la colonización primera a la colonialidad que encierra la actual hegemonía. Estos procesos y sus resultados se encuentran vigentes en nuestros días y puestos en acto por la escritura literaria a través de la producción de escritores translingüísticos que, para dar forma a esos mundos “otros” en los que viven, requieren “inventar” unas lenguas “otras”.

Es singularmente significativo que en esa genealogía y en el extenso espacio geopolítico trazado por la colonialidad –la India, el África árabe musulmana y en la negra, entre muchos otros repartidos en el sur de las cartografías– sean mayoritariamente los estudiosos de las letras de vertiente filosófica quienes han generado –complementados por una sociología localizada, convergencia que propone ya una actitud transdisciplinar– un discurso de resistencia y reacción a la forma hegemónica dominante del conocimiento (Ali Shar’tari, “teólogo” árabe de la liberación en contacto con Fanon; Wang Wi, catedrático de Letras en China; Vardana Shiva, científica, escritora y filósofa del ecofeminismo en India) en nuestros días. Es también en nuestra América el territorio de la literatura el que vino abriendo un pensamiento crítico mayoritariamente rupturista desde Waman Poma, como señalara, cuyo recorrido marca un derrotero sostenido a través de los siglos, pero intensificado en el XX con perspectivas fuertemente andinizadas; en primer lugar la de José Carlos Mariátegui, seguido tanto por Antonio Cornejo Polar, en el campo literario, como por Aníbal Quijano, en el de los estudios sociales; sólo índices, éstos, de una larga lista de estudios que parten de nuestras realidades.

Digo estos nombres y otra vez se atraviesa en la memoria el de Arguedas, porque no es posible separarlo de los otros y, por ello, no puedo dejar de seguir la huella de la voz –como la que persiguió Martin Lienhard–, huella que marca el camino a seguir para alcanzar una vida y un pensamiento surgido de la memoria que nos es propia. Digo ahora “memoria” y, al decirlo, pongo la expectativa en este espacio que intuyo/deseo esté llamado a indagar en los recodos de la historia todavía no narrada de esta amplia región centrosudamericana, esa misma que en los utópicos años de 1970 buscábamos de la mano de Rodolfo Kusch en el “pensamiento seminal”, escudriñando en los rostros y las voces, los ritos y relatos de este lugar del mundo.

No es casual, entonces, que fuera un peruano-novelista-antropólogo, heredero directo de Mariátegui, el que encontrara el camino para dar cuenta de la ininterrumpida resistencia del Tawantinsuyo. Así, cuando en Los ríos profundos se acuerda “…de las canciones quechuas que repiten una frase patética constante: ‘yawar mayu’, río de sangre; ‘yawar unu’, agua sangrienta; ‘puk-tik, yawar k’ocha’, lago de sangre que hierve; ‘yawar wek’e’, lágrimas de sangre…”, lo hace convalidando una forma de pensar y de vivir encabalgada en la letra dominante por una elección claramente fronteriza. Ese pensamiento de frontera que emerge en los momentos de fractura dentro del imaginario del sistema-mundo, produciendo una doble crítica: del eurocentrismo y de las tradiciones excluidas, como una forma ética, no esencialista, que no persigue la “verdad” sino la construcción de un pensamiento y un discurso otro, de las diferencias no excluyentes, para deshacer la hegemonía del ser y del saber.

Es precisamente en el discurso fronterizo arguediano donde se acentúa la vigencia de la “herida colonial” –como lo siente la lesbo-chicana Gloria Anzaldúa en otra pero similar frontera–, de esa sangre que no deja de manar también como metáfora de los saberes sometidos. La herida aún sangrante se dice en esa lengua de frontera, que, lejos de nombrar una separación, un límite, una barrera, define el estar en la liminalidad, en un lugar distinto, de cruces y de intercambios, de flujos y de transformaciones, respondiendo más directamente al cambio mundial de nuestros días, en situaciones dialógicas que se entrelazan mutuamente. Está acá latiendo un “entre” dos culturas, “un diálogo transversal intercultural”, un “pasaje” entre dos mundos, entre dos lenguas en cuyas fronteras se produce el surgimiento de una cultura/lengua otra, no nueva sino no reconocida como existente.

Paisaje

de Guillermo Olguín

Guillermo Olguín (1969)


Mexicano, nació en el Distrito Federal. En Seattle, se formó en el Cornish College of the Arts y, después, en la Universidad de Bellas Artes de Hungría y en Toulouse. En pintura o dibujo, gráfica o fotografía intervenida, su obra se caracteriza por explorar los climas metafísicos del viaje, su mitología y sus ritos paganos. Enfrenta a los materiales con audacia: escultura en bronce, cerámica y textiles. Y el color se indaga a sí mismo en busca de poesía. Hasta la fecha, ha expuesto de manera individual y colectiva en México, Brasil, Argentina, Cuba, Paraguay, EUA, Italia, Francia, Alemania, Gran Bretaña, Hungría, España, Portugal, Finlandia y Japón. Fruto de su labor, ilustró La letra escarlata de Nathaniel Hawthorne, entre otros. Su compromiso con los pueblos indígenas lo llevó, sin darse cuenta, al mundo del mezcal.




Estamos acá en un “tercer lugar”, en un campo de fuerzas en el que se actualizan las contradicciones, en el que la lucha por la hegemonía se traduce en el diseño de unas lindes simbólicas, lingüísticas, subjetivas, representacionales “otras”, altamente diferenciadas del canon en vigencia. Es un espacio elusivo en el que conocer ya no significa “dominar” para “apropiarse”, porque todas las reglas inventadas para ello han caído en la rutina de la mera habilidad que sostiene al bilingüismo aquí desdibujado. Ya no se trata de alcanzar el uso de una lengua “pura”, limpia y sin mácula, esa metáfora que se asienta en el principio racial de la “limpieza de sangre” vigente desde la conquista, sino de la puesta en funcionamiento de una forma de comunicación interlingual en la que importan más los sujetos dialogantes que las estructuras de una lengua. Estos “juegos de lenguaje” reúnen dos lenguas que se “infectan” mutua, simétricamente, para desarticular la colonialidad con todas sus exclusiones.

Bordeamos así la cuestión de la ruptura con el “canon occidental”, ése que se impone y se renueva en el tiempo, como no hace mucho lo confirmó el dictum de Harold Bloom. Ese canon que llevó, en su momento, a la reacción intempestiva de Cortázar; este espléndido contador de historias que sólo pudo leer en la desgarrada búsqueda de Arguedas un arcaico realismo folklorista, sin valor para las “vanguardias” cosmopolitas de su tiempo.

Desde un lugar así es poco menos que imposible leer la solidaridad incorporativa que esa escritura expone por fuera de las estructuras normalizadas y naturalizadas por el hábito de “ser lo que no somos” –como dice Cornejo Polar remitiendo al vallejiano Pedro Rojas, “que solía escribir con su dedo grande en el aire”. Ese Pedro Rojas analfabeto, exponente de los saberes despreciados y despreciables, los transmitidos por viejos de “sucia apariencia” –como desnuda a su vez la letra arguediana–, exhibición del “hedor de América” que aprendimos a comprender por la experiencia hecha palabra de un gringo devenido indio, Rodolfo Kusch, que supo convivir en el espacio “mugroso” de las chicherías donde escuchaba cantar, y por el canto los conoció, a los indios y mestizos que las habitaban. Comprender y asumir esa sabiduría del “estar aquí nomás”, en las antípodas del conocimiento que se apropia del mundo –de la naturaleza y de los otros– para tener más y, así, llegar a ser alguien, a ser reconocido, valorado y respetado.

Por eso me persigue una pregunta: ¿no es nuestra academia, incluido en ella el mundo de las letras, una reproducción perfecta de una antinomia que parece irresoluble? El conocimiento que allí se reconoce es el que proviene del prestigio de Occidente –sea cual fuere su idea de origen–, en las lenguas del poder y según sus paradigmas, lo que lleva a una valoración y reconocimiento –que incluye la permanencia en la fuente laboral de docentes e investigadores– si se alcanzan a rozar sus exigencias, es decir, a repetir esos discursos, a escribir en esas lenguas y a circular a través de revistas “indexadas”, con toda la carga discriminatoria que tal palabra implica.

Pienso entonces en la necesidad de poner en crisis no sólo la noción de literatura construida con valor de universal por el pensamiento dieciochesco, cuestión de la que ya se hace cargo la academia posmoderna, ampliando el llamado “objeto de estudio”, sino en hacerlo por fuera de esa modernidad, como sucede en estas latitudes desde hace mucho tiempo. Me parece imprescindible repensar el sentido de lo estético en nuestras localizaciones. La propuesta de Arguedas no queda reducida al ámbito de lo literario sino que pone en texto, como propone Aníbal Quijano, “un modo de rearticulación de dos herencias culturales. De la racionalidad de origen andino, ligada a la reciprocidad y a la solidaridad. Y de la racionalidad moderna primigenia, cuando la razón estaba aún asociada a la liberación social, ligada a la libertad individual y a la democracia, como decisión colectiva fundada en la opción de sus individuos integrantes. Se trata, pues, de la constitución de una nueva racionalidad”.

Parece imperioso pensar críticamente el papel de la academia, en lo que ella “forma” y sobre lo que “informa” y lo que esto implica para la definición de nuestras subjetividades, de nuestros proyectos como personas que integran una sociedad políticamente responsable y deseadamente autónoma. Esa pregunta, aquí y ahora, creo puede orientarse precisamente a indagar acerca de cuáles son los valores que nuestros discursos académicos transportan cuando reiteran, letánicamente, los que devienen de otros horizontes, de aquéllos que precisamente llevaron a negar toda otra memoria que no fuera la que se impuso por la fuerza del poder, por su colonialidad. Sobre todo cuando estamos convencidos de que se trata del saber válido y verdadero presidido por la cartesiana idea de una única ratio, de modo tal que toda otra forma de conocimiento resulta ser “inferior” y, por lo tanto, invalidada, signada por la “diferencia colonial”, como la concibe Walter Mignolo.

Optar por un lugar otro de conocimiento, un lugar dialógico y simétrico –fronterizo– no borra las contradicciones, las diferencias, las luchas, pues son ellas las que hacen posible la emergencia de formas otras de conocer y de vivir. Arguedas lo puso en texto en las novelas y en los ensayos, en las indagaciones antropológicas y en el epistolario que incorpora en El zorro de arriba y el zorro de abajo, polemizando y –por eso– haciendo de la escritura el lugar de la lucha y de las contradicciones que atraviesan a las culturas que nacen y perviven en la conflictiva rearticulación de sus subjetividades.

Es por todo esto que encuentro en el legado arguediano el lugar exacto para el sostenimiento de nuestra utopía, como “la sede posible de una propuesta de racionalidad alternativa a la razón instrumental, y a la misma razón histórica vinculada al desencantamiento del mundo” –otra vez Quijano–, como un espacio abierto a la indagación de formas otras del saber, de otras formas de expresión de la subjetividad, de eso que llamamos arte, cuya politicidad, escribe Albán-Achinte, “adquiere sentido en la medida que nos permita reflexionar acerca de nuestras condiciones de existencia y nos impulse a enfrentar los ‘miedos a ser nosotros mismos’ –como diría Kusch– y nos posibilite reconocernos en nuestras limitaciones pero también en las infinitas opciones de hurgar en la memoria y encontrar las claves para hacer de nuestra representación un acto de conciencia de ‘estar siendo’ lo que no queremos ser”. Dicho de otro modo, sería éste un espacio alter-académico donde fermentara un pensamiento crítico propiciatorio para la producción de y la indagación en la escritura en las fronteras del lenguaje y de la letra, colaborando para concretar la subversión de los valores y las prácticas que ahora nos oprimen, reinventando la utopía.





Nota: estas páginas entraman muchas referencias imprescindibles y explícitas desde la opción decolonial. Todas las comillas remiten a textos de Adolfo Albá-Achinte, Santiago Castro-Gómez, Enrique Dussel, Arturo Escobar, Rodolfo Kusch, Walter Mignolo, Aníbal Quijano.

Zulma Palermo (1938)


Argentina, nació en Salta. Profesora emérita de la Universidad Nacional de Salta y doctora Honoris Causa por la Universidad de Formosa. Desde sus inicios, participa en el colectivo Modernidad / Colonialidad / Decolonialidad. Obras: Desde la otra orilla; La región, el país; De historia, leyendas y ficciones; Colonialidad del poder: discursos y representaciones y Cuentan las culturas, los objetos dicen… Compiló los volúmenes Arte y estética en la encrucijada descolonial, Para una pedagogía decolonial, Cuerpo(s) de mujer y Hacia una historiografía literaria en el noroeste argentino. Busca propiciar un desprendimiento de las estructuras que dan forma a la persistente colonialidad del poder.