Galeano nos dice que recordar significa volver a pasar por el corazón. Y estas inquisiciones en eso se empeñan. Con los viajes de un monje que inspiró a Cristóbal Colón, con la luz de vela que ha sido Simón Rodríguez para América, con las primeras crónicas rioplatenses sobre cine. También repasan momentos del último gran narrador de América Latina, que siempre escribió contra la felicidad perfecta de la desmemoria.
Entonces una cosa era ver cine y otra muy diferente era intentar analizarlo. Quiroga inicia su producción crítica estableciendo el carácter artístico del cine. Sus antecesores, C. J. R., en la revista Fray Mocho, y León de Aldecoa, en Caras y Caretas, entre otros, publican sus artículos fundacionales expresando un interés vivo en la reflexión del cine como arte. El interés se va desdibujando y, paulatinamente, desapareciendo en el correr de los artículos, volviéndose una simple acumulación de argumentos de filmes, impresiones y anécdotas. A diferencia de ellos, Quiroga ofrece una mirada analítica del cine, que toma como sustento un entretejido teórico elaborado por él mismo. Se basa en sus conocimientos e inquietudes artísticas, que provenían directamente de su praxis narrativa y periodística. En este sentido, puede considerarse a Quiroga como un pionero dentro de la crítica de cine en la región. Ahora, si bien el cine había logrado desmarcarse más o menos con éxito del teatro –cautivando el interés popular–, fue tratado, a partir de 1918, de una forma un tanto esquizofrénica en cuanto al muestreo de sus contenidos en los medios. Para las revistas no sólo fue difícil establecer una jerarquía de contenidos al momento de presentarlos al público –fotogramas, retratos, artículos, ilustraciones, viñetas–, sino que también demoraron en implementar y ajustar una nomenclatura común y precisa para referirse al séptimo arte y sus peculiaridades. Por ejemplo, hasta 1930, tres años después de la llegada del cine sonoro, en Caras y Caretas se observan secciones cinematográficas bajo el nombre de “Teatro del silencio”. Es un dato llamativo. Tal vez la explicación radique en que se mantiene el nombre del recinto donde se proyectan las cintas, que antes era ocupado por las tablas. Sin embargo, ese atraso terminológico no se encuentra en otras revistas como Fray Mocho o Atlántida.
En 1925, en Caras y Caretas, el escritor Enrique Amorim apuntaría sobre los cines bonaerenses de aquel entonces que “Las puertas de los cines se asemejan a las bocas niqueladas de los aparatos de limpiar alfombras, absorben todo el aburrimiento de la calle, limpian el tedio de la ciudad [...]. Los boleteros parecen seres mitológicos, encerrados tras rejas de níquel, que se alimentan con la sangre de nuestros bolsillos. [...] Son los cines más serios, los del centro. Si alguien habla en alta voz, comunicándose con una persona que está un par de filas más adelante –como en los cines aristocráticos y los del arrabal– delata a gritos su condición de novicio o iniciado. [...] Los días domingo, en los cines de la calle de la Santa Fe (sic) hay una alegría de chocolatines, y la fantasía no pasa más allá del brillo de los papelitos de plomo”.
Quiroga, desde el comienzo, ve todo muy claramente: la novedad técnica no sólo lo ayuda a visualizar un campo fértil de experimentación vital –el gusto y la obsesión como espectador–, sino que logra capitalizar dichas experiencias en la escritura, engendrando un corpus híbrido de textos –en general de corte más teórico que narrativo. Busca dar cuenta del fenómeno del cine, de apropiárselo y valorarlo como cualquier otro producto artístico. A su vez, el conocimiento que Quiroga tenía de su propio público –gracias a muchos años de colaboración en cuanta página de revista o diario hubiese a la vuelta– le permitió ensayar diferentes estrategias para renovar su espacio valorado en un medio que, habiendo ganado cada centavo con sudor y sopesado cada palabra, conocía como nadie. Tan es así que en 1919 inaugura, en Caras y Caretas, la sección “Los estrenos cinematográficos”, con un estilo personal cuya mixtura textual se nutre de aspectos anecdóticos, técnicos y narrativos, generando un producto que le dejará muy buenas migas: 32 notas en siete meses. Vale la pena mencionar que en los años siguientes las páginas de prensa –en especial las revistas– se convertirán en un espacio de debate –estético, político, social y moral en relación al cinematógrafo–, al tiempo que convivirán con los espacios dedicados a la industria cinematográfica, a la publicidad y al negocio que, basado en el entretenimiento de las masas, prosperaba. El que también prosperaba, entre 1919 y 1923, era Quiroga. Vivía en la calle Agüero, en un apartamento de tres piezas que quedaba a pocas cuadras del Grand Splendid, en la calle Santa Fe. Iba al cine todas las noches y Samuel Glusberg nos confirma que era su “compañero inseparable”. En cuanto a publicaciones de largo aliento, un año antes de “Miss Dorothy Phillips…” aparece “Un peón”, publicado en La Novela Semanal; también reúne en libro los Cuentos de la selva (1918) y da a conocer El salvaje (1920). Posteriormente vendrá Anaconda (1921), donde se recoge como cuento final “Miss Dorothy Phillips…”.
Francesa, nació en Aix-en-Provence. Cursó estudios en la École supérieure d’art d’Aix-en-Provence que no concluyó. Prefería pintar en su casa hasta quedarse dormida, con las manos llenas de pintura. Emigró a México a los veinte años. En Oaxaca, su vocación se volvió su profesión. Autodidacta, se perfeccionó haciendo grabados con Gerardo de la Barrera y litografía, poco después, con Per Anderson, en el Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca. A Boullier le gusta contar que, cuando pinta y dibuja, surgen solitas las bestias humanas, sus manos, sus miradas. Que un ojo es casi siempre la primera cosa que aparece. Sus creaciones son austeras en el uso del color y testimonian un tratamiento minucioso de la sensualidad. Ha expuesto en México, España y Francia. Creció en el campo, entre cartones, tijeras, botes de pintura y colores.
Uruguayo, nació en Montevideo. Periodista. Se licenció en Letras en la Universidad de la República. Es autor de dos poemarios: Imagina el desierto y La sensación es un lugar. Escribió en colaboración el número siete de los Cuadernos de Literatura, a cargo de la Biblioteca Nacional de Uruguay, titulado “Horacio Quiroga: contexto de un crítico cinematográfico. Diálogos con Caras y Caretas y Fray Mocho (1918-1931)”. Desde hace años ha publicado en diversos medios, como el periódico La diaria y las revistas Lento, Sotobosque y El Boulevard. Se declara amante de las series de televisión.