Galeano nos dice que recordar significa volver a pasar por el corazón. Y estas inquisiciones en eso se empeñan. Con los viajes de un monje que inspiró a Cristóbal Colón, con la luz de vela que ha sido Simón Rodríguez para América, con las primeras crónicas rioplatenses sobre cine. También repasan momentos del último gran narrador de América Latina, que siempre escribió contra la felicidad perfecta de la desmemoria.

No.

ENTRADAS

La lectura de los hijos
Narradorxs de la penúltima generación chilena


Alejandra Bottinelli Wolleter

Los acontecimientos necesitan intervalos significativos entre sí. No se deben acumular como si fueran mercancías mediocres, los acontecimientos no son mercancías mediocres, son cosas valiosas, dijo Klober.
Gonçalo M. Tavares


Oscar Wilde decía que es la vida la que imita al arte, no al revés. Pienso que es así, sobre todo desde que leemos. Y cuando las lecturas nos lo permiten. Cuando la vida da el ancho para imitar al arte. Porque si no imitamos pero a la tele. Imitamos pero sin sentido de la relación ética/estética, e imitamos lo peor que la tele muestra de nosotros, lo más vil. Donde no hay lectores, imitamos las profecías que sobre nosotros han elaborado los publicistas. Y cumplimos esas profecías.

Un lector desenfrenado como Poe –aunque Poe no es en esto una excepción, todo lector es desenfrenado, quiero sostener aquí– nos regaló esas suspensiones de la lectura, esas asociaciones desnudas que son sus marginalia, y, con ellas, una puerta de entrada al inefable mundo de ese lector desenfrenado, un abismo repetido cuando es la escritura de una lectura. Podemos cavilar que Poe escribía sus marginalia fantaseando con el deseo de que alguien, a su vez, escribiría sobre sus historias, nuevas marginalia, y así –idealmente un día oscuro, desde un castillo venido a menos, lleno de fantasmas y de ojos inyectados de insania, asilados en sus grietas. Poe leía a los moralistas alemanes para copiarles cómo ellos copiaban la locura, y marcaba luego en los márgenes de sus libros ésas que serían prueba de su escritura como resto-margen de su pensamiento y de sus lecturas. Era primero un lector, un lector que escribía primero su escritura en el margen de otros libros, para luego dispersarla. De esa escena interesa aquí preguntarnos sobre aquel momento en que, al decir de Barthes, se “dispersa” la escritura, esto es, cuando ocurre la lectura y cuando ésta es un deseo, un afecto.

Hacer la lectura de la lectura, incluso de la propia, es estar dispuesto a perderse en un mar, un universo infinito de asociaciones, estar dispuesto a anotarlas en los márgenes, a producir ilusiones, a escribir. De hecho, nada de lo que digamos sobre lo que ocurre con nuestras lecturas camina sobre seguro, nos rodea, nos tienta pero no nos alcanza, porque la lectura es una experiencia que se extiende sincrónica y diacrónicamente –asociativa y paradigmática: nos conecta y nos distancia con nuestra piel de hoy– y porque muchas veces es anacrónica: asalta en mitad de nuestro relato del pasado para invadir las certezas del presente con ideas y también con formas extemporáneas, y las deja marcadas irremediablemente.

Quiero proponerles aquí imaginar ese momento en que el deseo de la lectura se transforma en el de la escritura; un relámpago: el preciso instante en que un lector, una lectora, suspende su lectura y descansa, y dirime si hará de ella una marginalia, si extenderá el intervalo y hará con su imaginación un cuerpo presente que, a su vez, reescribe el pasado de su lectura que se acaba de ir, ¡se escapó! (Dice la sabiduría china: “el principio de todas las cosas descansa en el más allá, en forma de ideas que están por realizarse. Lo Creativo tiene el poder de darles forma a esas ideas”. Siempre he querido retener justo ese instante en el que la idea se quiere volver criatura pero no lo ha decidido aún, el instante del silencio del mundo.) Cuando ello ocurre, dice Barthes, lo que “deseamos es tan solo el deseo de escribir que el escritor ha tenido, es más: deseamos el deseo que el autor ha tenido del lector, mientras escribía”; es decir, deseamos haber vivido en esa tierra imaginaria, haber estado ahí como lectores desde siempre, haber sido desde antes un universo incierto para esa escritura y para esta escritura, que está por ser.

De esa pasión de conmocionar, de un afecto para con el mundo y el lector/la lectora, de eso se trata entonces cuando la lectura se transforma en escritura. ¿Qué nos pasa como lectores con las escrituras de los hijos: de Alejandro Zambra, Nona Fernández, Álvaro Bisama, Alejandra Costamagna, Lina Meruane, Diego Zúñiga, Leonardo Sanhueza, Patricio Jara, Alia Trabucco? ¿Deseamos la escritura tras su lectura? ¿Cómo ha imaginado, convocado, apasionado, movilizado a sus lectores la escritura de los hijos?, ¿qué ha hecho con ellos?, ¿cómo ha afectado al campo literario?, ¿cómo se ha visto afectada la crítica?, ¿tenemos más escritores y escritoras formadas en esas lecturas? Si drama quiere decir acción, ¿qué forma dramática ha adoptado la lectura de los hijos?, ¿qué fantasías ha revelado y, a su vez, qué han develado sus marginalia; esto es: sus escrituras críticas de la lectura?

Sin título

de Noémie Boullier

Noémie Boullier (1980)


Francesa, nació en Aix-en-Provence. Cursó estudios en la École supérieure d’art d’Aix-en-Provence que no concluyó. Prefería pintar en su casa hasta quedarse dormida, con las manos llenas de pintura. Emigró a México a los veinte años. En Oaxaca, su vocación se volvió su profesión. Autodidacta, se perfeccionó haciendo grabados con Gerardo de la Barrera y litografía, poco después, con Per Anderson, en el Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca. A Boullier le gusta contar que, cuando pinta y dibuja, surgen solitas las bestias humanas, sus manos, sus miradas. Que un ojo es casi siempre la primera cosa que aparece. Sus creaciones son austeras en el uso del color y testimonian un tratamiento minucioso de la sensualidad. Ha expuesto en México, España y Francia. Creció en el campo, entre cartones, tijeras, botes de pintura y colores.


Y además, ¿qué nos hace como lectores/lectoras esta narrativa?, ¿cómo nos comportamos con ella?, ¿actuamos como esos pasivos receptores –la pesadilla de Brecht–, empáticamente estupidizados en la ilusión mimética, o logramos ser convocados a un enigma, a dilucidar algo que está más allá, a construir el sentido? ¿U ocurre aquí que logramos entregarnos de tal forma al goce estético que, despojados del lugar del control racional, abrimos la puerta al mundo para accionar junto con la escritura una performance propia, autónoma, que nos hace apasionarnos por la propia escritura del yo, por nuestro propio yo, redimirlo de ataduras y constricciones formales y decir, por fin, los lectores y lectoras –o los críticos y críticas– somos escritores?

Podrían ser ésas algunas preguntas para una lectura de la lectura de la escritura de los hijos. No voy a responderlas, adelanto con afecto al lector o lectora.

Pero podemos seguir preguntado. ¿Qué caracteriza a estas narraciones y sus narradores: la ausencia de una visión totalizadora, que no son, recordando a Zambra, la novela, ni tampoco los actores principales?; ¿que no superan el trauma?; ¿la falla recurrente en sus sentidos: que no logran oír (En voz baja), que tienen problemas de vista (Sangre en el ojo, Cansado ya del sol)?; ¿la falta de control sobre sus vidas (Camanchaca, La vida privada de los árboles)?; ¿la melancolía de un pasado que, además, les aparece mitad prestado, mitad fantasmal (Zambra, La resta)?; ¿que observan su vida en los restos de ilusiones ópticas (Fuenzalida, Taxidermia)?; ¿su insistencia en crear salidas abiertamente ilusorias: una familia imaginaria (Zambra), o delirantes: un padre ausente disfrazado de pollo (Estrellas muertas)? Lo único que me atrevo a apuntar es que, a diferencia de los protagonistas de la autoficción argentina –Pron, Carri, Bruzzone–, que hacen mucho: intervienen, indagan, en Chile se hace menos –lo menos, diría–, muchas veces sobre todo se espera, se cuentan minutos en reversa, se cuentan perros, autos, o descuentan cuerpos. (En Caluga o menta, un filme nacional de 1990, se oye: “¡Ahora se acuerdan de los locos, ahora que estamos todos locos”. Se lo dice un joven, tomando el sol echado en una llanta de camión a mitad de una población marginal, a un agente de la Transición a la democracia. Caluga o menta marcó nuestro imaginario, pienso. Y nos propuso una solución “habitacional” que sabíamos era lo contrario de cualquier solución. Y un latido que, como no queriendo, imponía la certeza de que todo se contaba en reversa, hacia el nudo oscuro de esa dictadura en la que habíamos crecido.)

¿Son entonces pasivos estos narradores? Yo lo que leí es que ponen vasos en las paredes para oír; que andan a tientas para no ser escuchados pero escuchar más; que dan vueltas por los barrios y la ciudad, observando de frente la luz del día dictatorial (otro filme de 1979, El zapato chino, muestra el blanco y negro de esa luz de la ciudad militar); que salen en sus bicicletas a mirar por los lugares banales del crimen de la provincia; que juegan en los rincones de la casa de infancia, dialogando en un lenguaje personal con esos interlocutores implícitos y no reconocidos que son sus padres –mientras hablan los padres, ellos componen su obra, que leemos en este futuro no menos fantasmal que es el hoy.

¿Dónde habitan los cuerpos, los afectos de estas lecturas? Yo leí que en una sed de ocultamiento, de habitar lo no visible, lo que es gris, de convivir de nuevo con fantasmas, de hablar bajito y quedo, de hablar poco y anotar mucho. (“La memoria es eso, incluso para los fantasmas: basura que cruza distancias siderales, escombros que quedan en sitios baldíos, restos de naufragios que atraviesan el mar helado, ruinas que flotan en el tiempo”, observa Álvaro Bisama en Ruido. La memoria como un monstruo hecho de piezas inconexas, un transformer que en cualquier momento toma una forma más cruel. La memoria es lo que hacen con uno cuando muere: In memoriam, para que uno se pierda en el espacio tibio de los fantasmas que no vuelven.)

Pero también me atrevo a tentar, como lectora, una cierta melancolía que no consiente olvidarse de sí, es la que se con-funde con la subjetividad del lector de estas escrituras. Subjetividad anversa a la del cínico actual, de ése que el filósofo Sergio Rojas apunta su límite: “un melancólico que mantiene bajo control sus síntomas depresivos y, hasta cierto punto, sigue siendo laboralmente capaz”. No, una forma de la melancolía que se basa no en el olvido de la comunidad, sino, por el contrario, en el deseo de ella, es la que lee estas escrituras. Una melancolía que quiere desposeerse en la comunidad postulada. (Escribimos después de leerlos, tengo pruebas: mis estudiantes de literatura escriben con ellos; el gesto metaficcional que quieren leer se transforma en una nueva escritura que, qué importante, hace tan pocos alardes de novedad en la misma medida en que se siente parte de una comunidad.)

La subjetividad lectora se construye también en la apertura que propicia la autoría, una autoría que, si se produce melancólica, lo hace con esa melancolía saturnina de la que nos habla Espósito, que devora antes de ser devorada, porque aquí se trata de la propia historia personal y política masticada y tragada sin compasión. Una lectura que lee ese gesto autorial y, anclado en la falibilidad de la autoficción, invita a la sospecha de que es ahí donde se abre la historia a su propia transfiguración, en el lugar de la escritura que emerge de la lectura, nueva marginalia.

Una lectura que se delinea, que pesa. Que animada por esa escritura se vuelve voz entre otras voces.

Por eso se cumple lo que decía Roberto Bolaño sobre el bosque de la literatura, formado por grandes y pequeños árboles. Las que han sido llamadas escrituras epigonales de esta literatura, o incluso la sentencia misma del agotamiento del tema de la infancia en dictadura, repiten el gesto, todas; la lectora que aquí escribe siente que también colaboran en la conformación de comunidad, una “comunidad viviente” –como pide Ranciere– que no existía antes de ellas y que, por sobre todo, escribe, se atreve a escribir gracias a, motivada por la rehabilitación de la palabra a la que han contribuido estas escrituras. Y sus lecturas.

Alejandra Bottinelli Wolleter (1974)


Chilena, nació en Santiago. Es doctora en Estudios Latinoamericanos por la Universidad de Chile. Ahí, desde el Centro de Estudios de Género y Cultura en América Latina, desarrolla su labor. Trata temas de estética, especialmente las formas y ficciones sobre el cuerpo en las narrativas contemporáneas de Chile, Perú y Argentina. A fines de los años noventa, integró la red de colectivos universitarios autonomistas. Ejerce la cátedra universitaria e imagina una academia que ame la literatura y que defienda el ensayo. Admira a sus estudiantes. Le apasiona la obra de Roberto Bolaño.