Memorias de Galeano
Fabián Kovacic
Uno
En el vientre de la noche bailaban y brindaban. El vino y el asado habían animado al puñito de almas en pleno patio, bajo las estrellas, cerca de la parrilla. Los recuerdos volaron, y los proyectos de futuro, entre palabras, gestos y risas. En una punta de la mesa, Javier Villafañe escucha distante al joven periodista que pretende escribir su biografía, la del viejo titiritero. Una voz corta en seco el discurso del aspirante a biógrafo. “Nunca se debe escribir una biografía en vida. Condenás a una persona a no producir nada más hasta su muerte o a perderte el registro de lo que está por venir. Y eso no se hace”, cerró. La sentencia de Eduardo Galeano abortó, allá por 1994, el intento de biografía del viejo titiritero, personaje de los caminos polvorientos de Sudamérica. Ocurrió en una de esas tantas noches en que el autor de
Las venas abiertas de América Latina oficiaba de anfitrión en su casa de la calle Dalmiro Costa, en Montevideo, a la que acudían invitados, por el mismo Galeano, en número reducido y selecto. “A la familia de sangre no se la elije; a los amigos sí y ellos son mi familia”, solía sentenciar. Esa noche y con esas palabras había clausurado, además, cualquier intento de biografía sobre su propia vida.
“Lamentablemente no puedo. El tiempo no me da permiso y, además, tampoco tengo ganas de una biografía periodística. Te agradezco la comprensión”. Por si quedaban dudas, fue más explícito en su correo electrónico del 23 de abril de 2014. No iba a dejarse entrevistar. La palabra “biografía” había detonado las alarmas y minó todo a su alrededor. Llamar a sus amigos fue infructuoso. Todos preferían, con discreción, el silencio. Semanas después del 13 de abril de 2015, varios accedieron a recordar a Galeano pero bajo promesa de no revelar sus nombres. El aura de Galeano pesa y admite respetar el juramento de amistad.
Dos
Rogelio García Lupo, su gran amigo de toda la vida, viajó desde Buenos Aires a visitarlo. Comieron en el Mercado del Puerto de Montevideo. Le habló del libro, le pidió colaboración. “Por la amistad que nos une te pido que desactives el proyecto”, fue la respuesta. Era un tipo consecuente. Duro.
Tres
La mitad de su familia prefiere no hablar de él. La otra sí. Uno de ellos, Conrado Hughes, lo admira. “Tengo todos sus libros pese a que estamos en veredas opuestas”, dice. Pertenece al Partido Blanco y a la Cámara de Comercio Uruguayo Británica. Tiene la alcurnia de los dueños del país, como aquel Hughes, nacido en Liverpool, que desembarcó en Montevideo, por ahí de 1810, iniciando la zaga de la familia que hoy tiene un centenar de vástagos en Uruguay. “Pertenecía a la Juventud [Obrera] Católica y un día organizamos una mesa de debate, allá por 1961, sobre la cuestión palestina e israelí. Invité a Eduardo para que defendiera la postura palestina. Fue un espectáculo verlo batallar con la palabra para defender posturas que en ese momento eran incómodas en el país”.
Ángel Ruocco, jefe de Deportes en el diario
Época, recuerda a Galeano como un tipo fuera de serie en materia periodística. “Es cierto que sus maestros fueron Juan Carlos Onetti y Carlos Quijano. Pero él admiraba profundamente y aprendía de ‘El Negro’ Carlos María Gutiérrez, que fue el último director de
Época, antes que lo cerraran”, recuerda. Gutiérrez, en esos años, apoyaba abiertamente a la guerrilla de los Tupamaros y solía enfrentarse, en las internas políticas, a otros amigos de
Marcha y
Época. “Galeano siempre se mantenía al margen, mientras podía. No eran discusiones que él fomentara, pero a la hora de definirse se jugaba por Gutiérrez y su amigo, el líder de los Tupamaros, Raúl Sendic, con quien de adolescente compartió militancia en el Partido Socialista de Uruguay”, recuerda un secretario y amigo de Quijano. “Llegaba a negarle la palabra por varios días al viejo Quijano y entre ellos se manejaban por mensajeros para evitarse en la redacción. Era muy gracioso, pero también tenso, ver al director de
Marcha y al secretario de redacción enfrentados”, recuerda.
Cuatro
Su primer paso por Buenos Aires fue traumático, tal como él mismo lo describió en
Días y noches de amor y de guerra (1978). Trece años después, cuando volvió para dirigir la revista
Crisis, traía en su mochila el éxito de
Las venas abiertas… (1970) y el reconocimiento de haber sido el secretario de redacción más joven de la mítica revista
Marcha, fundada por su mentor periodístico Carlos Quijano, finalmente muerto en el exilio de México, en 1984. Pese a que durante las dictaduras de 1955-1957 y 1966-1973 fue una suerte de territorio libre para que agrupaciones y partidos de izquierda argentinos debatieran en sus páginas, con la libertad negada en Buenos Aires,
Marcha nunca fue lo suficientemente admitida por la prensa argentina.
Nonoy Gámez (1976)
Mexicana, nació en Ahome. Estudió artes plásticas en el Centro Nacional de las Artes y pintura y dibujo en The University of Arizona y en la academia Arte Sotto un Tetto, en Florencia. Su obra la ha llevado a exponer, tanto individual como colectivamente, en México e Italia. Se desempeña de vez en cuando como ilustradora de libros infantiles y en las calles de varias ciudades, con los botes de pintura en la mano, realiza murales. Ante Rembrandt y Remedios Varo se sigue tallando los ojos. Y preguntando por los misterios del sueño llegó a la puerta de Freud. Actualmente forma parte de un proyecto del Instituto de Seguridad y Servicios de los Trabajadores del Estado para enseñarle pintura a niños y detonar la creatividad en estancias infantiles. A menudo insiste en que sabe bailar muy bien.
Cinco
“Junto con Aníbal Ford, el secretario de redacción de
Crisis, eran los dos periodistas más pintones. Y fueron tres años en los que Galeano rompió varios corazones y se enredó en pila de amoríos. Hasta que en 1976 conoció a Helena Villagra. Ahí quedó prendado para siempre”, recuerda Santiago Kovadloff, hoy increíblemente en una trinchera opuesta de ideas.
Seis
El exilio español lo tuvo guardado en el rincón que eligió para vivir y donde decidió convertirse en escritor de tiempo completo, dejando de lado el trajín cotidiano y obligatorio de la redacción. “Cuando dirigís una revista, lo hacés todo el tiempo: hasta cuando dormís”, me confesó años atrás. En Calella de la Costa decidió mirar el mundo más reposadamente y buscarle una mejor explicación para entrarle de lleno a sus males. La encontró en las cosas en que el mundo se manifiesta. El fútbol, una de ellas. En 1983 se preparaba en España un documental sobre Galeano y el fútbol. Pero, aunque agónicas, en Buenos Aires y Montevideo prevalecían las dictaduras. Como no podía entrar a Uruguay, aterrizó clandestinamente en Argentina y grabó sus palabras con el entrenamiento de Estudiantes de La Plata de fondo. Un amigo que conoció en el exilio se había convertido en médico del plantel y lo convidó.
Siete
“Era adolescente y nos mudamos con mis padres a un departamento a una calle de distancia de la casa de Galeano. Sabía que vivía allí. Todas las tardes me paraba en el balcón de mi casa para ver desde la ventana cómo Eduardo pintaba las paredes del jardín, al fondo de su casa. Usaba colores vivos y ensayaba figuras de la mitología centroamericana, con rojos y amarillos. Pintaba tranquilo, sin apuro, disfrutaba como si estuviera en una sesión de terapia”. Así me lo contó, a mediados de 2015, un joven periodista cultural uruguayo. Las puertas empezaban a abrirse como para rendir homenaje al último gran narrador latinoamericano. Había sido buen dibujante desde niño y sus caricaturas en el semanario socialista
El Sol, a mediados de la década de 1950, fueron el trampolín para saltar a
Marcha. Admiraba a los artistas plásticos y entre ellos se hizo de buenos amigos latinoamericanos.
Ocho
Sus últimos momentos fueron duros. Dos meses antes de su muerte recibió en su casa, sin bombos ni platillos, la visita del presidente boliviano Evo Morales. Su salud ya estaba jugada. Las fotos de discreta y secreta circulación entre amigos lo certifican. El encuentro con Evo le demostró que su trabajo de seis décadas no había sido en vano. Estaba con el presidente de los desposeídos y cabeza de un Estado plurinacional latinoamericano –la unidad en la diversidad, como había anhelado Galeano en casi toda su obra escrita. Sólo entonces se dejó llevar a lo profundo de la noche eterna entre risas y brindis con buen vino tinto, ése que tanto le gustaba.