Libro de horas
Tatiana Oroño
El texto que publicamos a continuación proviene del Libro de horas, la autobiografía literaria de Tatiana Oroño, no hace mucho editada con el sello de Estuario. “Escribo lo que pasó para que pase algo que modifique lo que está pasando”, dice la autora. El libro recoge, a la par, memorias y esperanzas, encuentros y desencuentros con el mundo real.
Cada uno posee una íntima riqueza de imágenes que forman el vivero de nuestros asombros. Pero ellas no tienen origen. En su principio, no hay una “primera vez”, sino siempre una “segunda”.
Cesare Pavese, Feria d'agosto
Hay dos pensamientos, yo creo. A veces pienso las cosas y después las vuelvo a pensar de nuevo. Además, yo, cuando pienso de nuevo, pienso lo que pensé. Es un pensamiento de otro pensamiento que tuve.
Lucía (12 años)
Mil, dos, una
A fines del siglo XVIII el Dr. Fausto había declarado: “Dos almas habitan en mi pecho”. Aunque inolvidable para quienes estudiábamos literatura en el Instituto de Profesores Artigas en 1969, la sentencia de Fausto no expresaba dilemas vitales. No había dilema en los estrechos pasillos de las disciplinas cotidianas: pegada a la vida iba la revolución. Era su sombra, su única alma. (Y eso a pesar de que la vida se había partido en dos en la infancia, después de trajinar por varias casas.) En el 69 la literatura
era profeta del alma de la revolución, porque
abría camino, así como antes había cobijado mi infancia aficionada a la lectura.
Antes de la primera menstruación, la vida que se aficionó a leer había saltado la línea divisoria con un libro abrazado al pecho plano. Con las piernas en ángulo recto contra la pared, lo abría, atravesada sobre la cama. Se imaginaba a bordo de un moisés bíblico o también a lomo de un ave, como Nils Holgersson, y le había sido más fácil que a Alicia –que trasmigraba
a través del espejo– entrar a la primera morada: leyendo. Este azar determinó que la otra infancia pudiera arrimarse a la lectora, iniciada en la serie La casita del bosque, de la editorial Codex para niños, y tomar calor del mismo cuerpo que pasaba las páginas.
A sorbos, también la literatura fue tomando el calor del cuerpo e impregnando su alma, mientras la revolución se mezclaba con todo. Amarse, a los veinte, consistía en amarla juntos. De a dos, de a más. La vocación de una sola alma recorría los cuerpos adueñados de la calle.
El cántico de Débora, el
Coloquio de los centauros,
La historia me absolverá,
Las geórgicas,
Reportaje al pie del patíbulo,
Los persas,
Las troyanas, nada saciaba el hambre copiosa de literatura y revolución. Reteníamos de memoria versículos, versos, estrofas, parlamentos de tragedias, tiradas épicas, categorías del materialismo, nociones –imprecisas– de economía política. Queríamos más. La misma avidez nos volcaba a rodear estrados. Nanas y adagios hacían vibrar el aire y en ellos tiritaba el alma de la vida y la revolución, como el perfume de un jardín que estaba después de las páginas ansiadas, después del amor, después de aquella asamblea. Más allá de las dulzuras de la piel, el corazón floral de la historia y su edén: la revolución.
Que no llegaría nunca.
Porque llegó la represión. La historia desalmada.
Guillermo Olguín (1969)
Mexicano, nació en el Distrito Federal. En Seattle, se formó en el Cornish College of the Arts y, después, en la Universidad de Bellas Artes de Hungría y en Toulouse. En pintura o dibujo, gráfica o fotografía intervenida, su obra se caracteriza por explorar los climas metafísicos del viaje, su mitología y sus ritos paganos. Enfrenta a los materiales con audacia: escultura en bronce, cerámica y textiles. Y el color se indaga a sí mismo en busca de poesía. Hasta la fecha, ha expuesto de manera individual y colectiva en México, Brasil, Argentina, Cuba, Paraguay, EUA, Italia, Francia, Alemania, Gran Bretaña, Hungría, España, Portugal, Finlandia y Japón. Fruto de su labor, ilustró La letra escarlata de Nathaniel Hawthorne, entre otros. Su compromiso con los pueblos indígenas lo llevó, sin darse cuenta, al mundo del mezcal.
A los veinte y pico, la vida había vuelto a partirse. Él había dicho que creía estar enamorado de otra mujer y ella dejó el asiento para irse a controlar la cartilla de horarios del suero y los inyectables.
“No dejes que te roben el alma”, advertía en esos tiempos el abuelo de la niña enferma a la madre. Y la advertencia dejaba claro que todo lo demás no dependía de uno. Te podían robar el cuerpo. En 1976 había desaparecido la pediatra, de un día para otro, en medio del tratamiento de urgencia. (El dibujo de la mamá, entonces embarazada y destinado a la doctora, nunca pudo ser entregado.) Los libros requisados resistían en líneas que recordaban cada una su lugar, en capítulos que eran capaces de reagruparse de memoria, reordenándose en las tipografías del índice, en las topografías del volumen con sus cantos y sus tapas. El alma de la literatura transitaba por las hojas borradas, quemadas, arrancadas, enterradas. Se reescribía el papel con frases enteras cuando a él volvía el pensamiento. Eran consignas, palabras de amor, libros enteros, pancartas, pasacalles. Declaraciones de derechos. Reflexiones filosóficas. Anotaciones al margen. Notas al pie. Se mostraban como se muestra el visado de un documento, como se atestigua identidad en una aduana. A ritmo de aeropuerto. Se mostraban y desaparecían. Con la magia de los combates a porfía, desiguales, incansables.
El papel tenía cuerpo, un cuerpo usurpado. Pero a él, aunque intocable, podían asomarse ediciones enteras cerrando los ojos. Porque aunque el alma de revolución y literatura hubiera transmigrado, persistía su sombra, su fantasma, allí donde las palabras habían sido violadas. Como el ave de Nils Holgersson ella aleteaba, alto. En una dirección que no estaba escrita.
Siempre volvía la cuestión respecto al alma propia, ¿cómo hacer para que no le fuera robada?
Porque además, en la era desalmada, el cuerpo había trasmutado en máquina materna. Si acaso había todavía un alma, ésta fungía en delegación, compartida por otros cuerpos e intervenida por el ejercicio que cada uno hacía del bien común. Este ejercicio era casi siempre imprevisible. Eran tres niños. Sus vidas se habían iniciado en la década de los 70, al filo del último cuarto del siglo XX.
Cámara fotográfica entonces no había. Radio con casetero sí, pero casi nunca había cintas de audio vírgenes en las que pudiera registrarse el imprevisto de las voces cotidianas. Lo que había era papel y lápices, bolígrafos, crayolas. Papel para escribir y dibujar. (En esos años la madre había leído en el libro
Los hijos de los vencidos que en casa de los republicanos españoles faltó siempre de todo, incluido el papel de escribir: tenían que escribir con letra diminuta y borrar para poder volver a usarlo y volver a borrar.) Se echaba mano a los papeles. Y cada anotación construía archivo del día. Registrar acontecimientos mínimos significaba una victoria. Primero, porque era un día más. Y segundo, porque era un día más de vida en común en una casa rodeada de pasto –blanco en las madrugadas del invierno– y de nubes de luciérnagas en las noches de verano. Una casa en la que había apagones regularmente, a veces allanamientos policiales y secuestro de libros. Donde no estaba el padre. Donde la estufa a leña iluminaba las noches frías. Donde los niños dibujaban.
Adentro del sobre que nunca fue entregado, el retrato de la mamá de la niña de tres años viajó, con otros dibujos y anotaciones hechas siempre de apuro en papeles ocasionales, a la casa rodeada de pasto.
Hizo el viaje en un camión viejo, apremiado por los cuarenta kilómetros que recorrió a los sofocones con la lluvia encima de la caja abierta. Era un camión habituado a recoger cargas de uva en la vendimia de marzo.
Entre aquellas anotaciones –el día a día irá sumando otras y el día a día también las irá desordenando en archivos que costará unificar después–, una de las primeras registra que el niño de dos años, en puntas de pie, aferrado al borde de una tinaja tan alta como él y con agua hasta el borde, exclamó: “¡Mamá, el agua me está mirando!”.
En la casa rodeada de pasto se anotaba casi todos los días, aunque no hubiera un cuaderno de bitácora. Cualquier cosa servía para registrar cosas que pasaban. Mientras lo que estaba pasando –lo que pasaría– más allá de pasto y balasto era, seguiría siendo, inescrutable.
A la luz de la estufa, la niña se inclina sobre el aparato de pilas en el cual se escucha
Boulevard Sarandí, la audición nocturna de Milton Schinca por CX-30, La Radio; todos arrimados al fuego por un ratito.
–¿Ésta es una cosa para escuchar las madres, no?
–Sí, madres, padres...
–Y a vos te gusta...
–Sí, porque enseña cosas.
–¡Es para que saban las madres y después les enseñen a los hijos!
Y no se habla más hasta que, apagada la voz de Schinca, ella concluye: “¡Pero qué cosas bárbaras y pensadosas que dice este señor!”.
A uno de los niños le gusta andar descalzo y deja los zapatos tirados –a veces los tira por arriba del cerco del vecino y van a caer en las vías del tren. Si quedaron a la vista se da una orden: “Vaya, métalos en la zapatera rápido”. De mala gana los recoge, protestando en voz bien alta: “¡Parece que los zapatos fueran nuestros enemigos, siempre los metemos adentro de la zapatera!”. Tiene cuatro años, obedece y vuelve malhumorado: “¡Ya está! ¡Los esclavos que pisamos ya están encerrados en la zapatera!”.
Un año antes había dibujado unos globitos a lápiz así:
–¡Mirá, le escribí una carta a papá!
–¡¿Ah, sí?! ¡Qué bien! ¡Leémela!
–... ¡Si yo no sé leer!
Están dibujando y el mayor, de siete años, pregunta: “¿Qué estás dibujando?, ¿combates?”. “No –contesta ella–, tranquilidad”. Pasa un rato, él deja los lápices, intrigado. Se acerca a mirar: “¡Ya sé lo que es tranquilidad: un día de campo!”. Ella me pide que lo titule
La niña fue al campo y que se lo dedique a todos.
Christophe Forget (1981)
Francés, nació en Nantes. Ha cursado estudios en la École de Communication Visuelle y, con Jean Christophe Cadou, dibujo y acuarela. Integrante de los colectivos L’Arête-inutile y Centrale 7. Su técnica manifiesta una continua inquisición, especialmente a partir de su comercio con el grabado y el monotipo. Pródigas en el tratamiento del color, en sus obras se crean atmósferas oníricas, acentuadas por una dualidad hombre-animal. Forget suele decir que, al retirar la placa, aparecen, más que meras imágenes fantásticas, unos particularísimos seres sostenidos por la imaginación. Hasta la fecha, suman treinta y tres sus exposiciones en Francia y Bélgica. Tiene bien claro que Johan Van Mullem y Mélanie Duchaussoy le han permitido descubrir algunas claves de su oficio. Le gusta internarse en bosques y escalar montañas.
La máquina materna –aquella original industria de alma en sociedad– empezó a fallar en la adolescencia de los hijos. Justo cuando se abrían las cárceles políticas y los liceos –de los que habían sido proscritos los profesores que estudiaban a Goethe en 1969–, ahora con bancos, puertas y vidrios rotos. Y fotocopias en lugar de libros.
Montevideo era una ciudad habitada por el fantasma de la otra. Recorrida por gente que comía de la basura. Donde sin aviso habían cambiado instituciones, sedes, funciones, nombres. Había lugares donde había ocurrido una tragedia, una infamia. Pero no había una sola señal, ni una sola inscripción, que diera cuenta de la infelicidad vivida. Se tenía la furtiva impresión de atravesar un escenario en período de ensayos, antes de la llegada del elenco. Era una ciudad que había dejado de ser una.
Se abrían las cárceles políticas, no las tumbas clandestinas. Se descubrían legajos vaciados de profesores proscritos pero no los expedientes del terror. Entonces el cuerpo se volvió un alma en pena.
No iba a hacer las de Patroclo, que, susurrando en la cabecera de Aquiles, le reclamó sepultura, ya que el alma, si no, no entraba al palacio de Plutón. Aquí era al revés. El cuerpo pretendía vivir, con alma y todo, con hijos y todo, con ciudadanía y todo. Pero, ¿dónde encontrar el almácigo de almas? ¿La que le correspondía se habría volado –como el alma de la esposa de El Cantar de los Cantares– en busca de la palabra amada?
Eso pasaba en Montevideo. Despoblada de almas. Superpoblada de palabras entre las cuales no había una que sonara como palabra amada, inconfundible.
Entonces la vida volvió a partirse. Imposible saber en cuántas partes. Se hizo añicos. Si hubiera sido espejo, hubiera presagiado siete o catorce años de desgracia. Pero la vida es la vida. Se rompe y sigue viva.
Ni habíamos ido hacia la revolución ni ella había venido hacia nosotros. El sentido de vivir no estaba ahí, a disposición, como habíamos creído. El sentido de vivir sólo consistía en el trabajo de dar sentido. Así, redondo. No era una idea nueva. Lo había escrito Baudelaire –
l’homme y passe à travers des forêts de symboles– en el tercer verso de la famosa estrofa. La misma que leíamos entera, proponiendo varios dilemas, de entrada, a jóvenes nacidos después del 69 en las nuevas aulas públicas, paupérrimas después del 85. (¿Qué sugiere la imagen de los
vivos pilares?; ¿por qué será que
dejan escapar confusas palabras?; ¿
confusas...?; ¿qué interpretaciones tiene esa palabra?; un acto de comunicación, ¿tiene ida y vuelta...?)
El sentido de vivir resultó ser ése: dar sentido. Pero también retenerlo, evitar que se borrara. Ése, justamente, fue el trabajo que tuvimos en los tiempos en que volvíamos a abrir
Las flores del mal o
Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana –volúmenes que habían resistido requisas y mudanzas–, los tiempos en que podía ocurrir que, al bajar de un 103 en la esquina de 25 de mayo y Misiones, nos encontráramos con el maestro Hugo Rodríguez, parado, altos los hombros, y ya en la despedida rematara la conversación con un “tengo la impresión de estar viviendo la vida de otros”. Un “tengo la impresión de estar viviendo la vida de otros” arrojado al aire intoxicado de la Ciudad Vieja –
city montevideana–, con el sol del mediodía mordiéndole el cristal de los lentes.
Dar sentido fue el trabajo. Uno de los muchos trabajos que tuve. Un trabajo espiritual soterrado e ignoto.
También por eso se escribe. (También por eso se problematiza todo lo que es posible problematizar tras el retorno a la tierra arrasada de los salones desportillados.) El deber fue ése: dar, retener sentidos. Reescribirlos.
¿Habría sido ése, acaso, uno de los trabajos clave del alma? ¿Alcanzaba con contar con una? ¿Era una sola o eran más de una encabezando la trocha? La pregunta porfiaba. Haber cumplido de la mañana a la noche con lo que había que hacer no lograba –está dicho– desalojar aquella otra idea emboscada en el fuero más íntimo: ¿qué había pasado con ella?, ¿era
el alma o
las almas?, ¿una, dos, más de dos? ¿Cuántas?
De cualquier manera, el deber es el deber. Para quien no tuvo exilio ni prisión, dar sentido, cuando todo se había partido en pedazos y el pedazo al que te agarrabas tajeaba, consistió en agarrarse igual. No dar vuelta la cara como
quelli sciaurati che mai non fur vivi. (En la memoria todo fragmento mantenía viva su voz, como si en él viviera el alma del libro amordazado.) No estar en el limbo.
No pisar un liceo. No entrar a un aula.
No soltar el pedazo roto.
Y después de más de diez años volver a entrar a edificios en cuyos dinteles de las puertas lucía el escudo nacional: la vaca, el caballo, el cerro. Establecimientos donde regían códigos propios, en su mayoría herméticos, pero con la compensación de que ofrecían encuentros con colegas retornados del más allá institucional –el abismo de la desaparición pública–, más la presencia de algunos locatarios
experientes bien dispuestos. Pero, sobre todo, por la añadidura del flujo y reflujo de huestes desaliñadas de pelo suelto, rastas, colas de caballo. Gente a la que no le iba ni le venía la resurrección de los desterrados ni las faenas –buenas o malas– de los afincados. Gente indisciplinada, ruidosa y, sobre todo, a salvo de toda sospecha. Nuestros educandos conformaron esa grey de uruguayos de cepa híbrida y cosecha silvestre en los que se podía confiar. Ninguno había sido represor, aliado ni cómplice. Se desentendían del pasado –tanto como el pasado demostraba haberse desentendido de ellos– y eso bastaba para elevarlos en nuestra estima. Y más que eso, en nuestra piedad.
Escribí “nuestra” y debí decir “mía”. La experiencia de la vuelta a los liceos fue una experiencia de búsqueda del encuentro entre quienes, seguro, se reinventaría –recuperándolo– el pasado –el pasado anterior al pasado: el otro pasado. Había que encontrar el nuevo lugar y el lugar perdido, al mismo tiempo, en el mismo lugar. Había que articularlos. Había que lograr poner en contacto el espacio de quien está entrenada en leer y comparte –¿imparte?, hace lo que puede con– su
saber –donde ha de renovarlo y ponerlo en juego y a prueba, donde ese saber empieza a vivir mientras revive– y el de los chiquilines que no tienen –ni les interesa mucho tener– ese saber pero que, como son adolescentes, determinan un escenario dotado de cierta irrealidad. Un tipo de irrealidad única, irrepetible.
¿Irrealidad por qué? Primero, porque la adolescencia dura poco, la clase dura poco y el curso también –unos pocos meses–, en tanto que la mediación pedagógica está destinada a hacer equilibrio entre todo eso y lo otro. Está obligada a hacer equilibrio entre el consumo de pantallas efímeras al que están condicionados esos chiquilines de edades en fuga, insertos en planes de carga horaria endeble, y lo otro: las voces antiguas sostenidas en el hilo de la perduración mediante el arcaico soporte de la palabra escrita. Los atributos de irrealidad se suman, sesgando o cruzando en bandada los planes de trabajo en el aula porque, además, esos adolescentes “son hijos de la vida”, como diría Gibran, y la vida ya desvalijó las arcas del bien común y las de la educación pública en 1985 y los años siguientes. Por lo cual, además, son víctimas, sin saberlo. En nuestra década infame de los 90 –cuando aquellos contingentes llegaban casi desnudos, “como los hijos de la mar”– empecé a narrar la irrealidad en formato A4: el estado del cielo en la tierra, el pasaje por el único paraíso que conozco: aquellas aulas devueltas tras el saqueo, en las cuales se hizo posible no doblegarse a servir de polea del poder sino seguir, como antes, sin soltarse de la persona –sin soltar a la persona– que una había cuidado lo mejor que había podido y que todavía albergaba. Había que aprovechar oportunidades. Sin ir más lejos, la triangulación que operaba, elemental, en cualquier aula de literatura: chiquilines, texto, lectura. Donde era imposible esquivar el diálogo. (Materia que el primer magistrado de la República consideraba, por ese entonces, una disciplina inútil, un remanente ocioso en los currículos. “¿Para qué le puede servir a nadie estar leyendo a Shakespeare?”, se preguntaba públicamente el presidente.) Los chiquilines y las voces de los textos dejaban abierto el intersticio, la brecha que permitía rozar almas y replegarse. Por lo tanto, no dejar de ser persona –yo misma, la que quería ser– quería decir no soltar, en aquel escenario de asedio y demoliciones, el pedazo sano. Por eso, y con porfía, en clase se volvía la mirada a las manos que tiemblan como en los casos de alcoholismo; a las manos que apelmazan los billetes con torpeza de enfermo; al andar del campesino perdido en la ciudad –Val la pena esser solo, per essere sempre più solo?–; a la sirvienta de gran corazón –dont vous étiez jalouse, / et qui dort son sommeil sous une humble pelouse. Haciendo escala, siempre que fuera posible, en aquellas máximas que le ponían peros a la era del vacío –“Amigo, si tú eres bueno / lo serás mañana”–, citas de versos o de aforismos. En mis agendas de esa década se apretujaban sentencias de toda laya –debo de haber fustigado con aquélla de que “el sabio debe pensar no sólo en el medio, sino también en el remedio”, recogida en calidad de proverbio árabe.
El pedazo sano debía asir el pedazo dañado con mirada capaz de rehacerlo de algún modo. Por eso, leer. Leer limpiaba la mirada, le permitía ver y asir.
Guillermo Olguín (1969)
Mexicano, nació en el Distrito Federal. En Seattle, se formó en el Cornish College of the Arts y, después, en la Universidad de Bellas Artes de Hungría y en Toulouse. En pintura o dibujo, gráfica o fotografía intervenida, su obra se caracteriza por explorar los climas metafísicos del viaje, su mitología y sus ritos paganos. Enfrenta a los materiales con audacia: escultura en bronce, cerámica y textiles. Y el color se indaga a sí mismo en busca de poesía. Hasta la fecha, ha expuesto de manera individual y colectiva en México, Brasil, Argentina, Cuba, Paraguay, EUA, Italia, Francia, Alemania, Gran Bretaña, Hungría, España, Portugal, Finlandia y Japón. Fruto de su labor, ilustró La letra escarlata de Nathaniel Hawthorne, entre otros. Su compromiso con los pueblos indígenas lo llevó, sin darse cuenta, al mundo del mezcal.
El penúltimo día de junio de 2006, a treinta años de su secuestro, se homenajeó a Elena Quinteros, y “a la memoria, a todos”. Sin ser muy grande la sala, cercana al lugar donde ella había intentado refugiarse, resultó chica.
A ella no la conocí. Se había atrevido a urdir un plan de fuga audaz. Fue “la maestra que había querido escaparse” y la habían atrapado justo cuando estaba a punto de ser salvada. Años después de la tragedia, los testimonios horrorizaban. Entonces Elena ya había sido investida por Tota, la madre que reclamó la verdad hasta el último día. Y entonces, el nuevo revés hizo brillar con luz más potente la mala estrella de la víctima, ahora huérfana, predestinada al hado funesto de la impunidad uruguaya. Moira local, sin los platillos áureos de la homérica.
“Todavía en el Uruguay de hoy la Justicia dormita”, dijo la primera oradora.
Emblema de esa historia había sido la foto pública: el rostro semipleno que no advierte la toma. La imagen de una víctima sin resurrección, crucificada por sonreír sobre una vuelta de bufanda.
Elena salió del país y entró a Venezuela, la pequeña Venecia, quién sabe por qué llamada así, atravesando un jardín a todo correr. Golpeaba a las puertas, que ya se le abrían, cuando fue arrastrada y golpeada por la gavilla. La guardia de la embajada no acertó a detener a la patota. No la soltaron. Ocultaron su cuerpo.
El último orador dijo que el país había cambiado. Explicó por qué. Hizo reír con la imagen del retorno imposible de los militares apadrinados por civiles a bordo de tanques de guerra. Esos generales ahora “destancados, no destacados”, dijo. Y aplaudimos. El imposible retorno al miedo de los 80. Aplaudimos. Dijo que le preocupaba que los hijos de los héroes que sostuvieron la huelga general no supieran que sus padres, apresados en la lucha por la vida y el sustento durante los años siguientes, borrados de la historia por el olvido del pasado reciente, hubieran sido héroes. “Que no nos arrebaten lo que vivimos”, dijo. Y aplaudimos. Con ese gesto de señalar hacia los héroes invisibles hasta para sus propios hijos, es decir: para todos, dio cuerpo a lo invisible, dio cuerpo, el de los héroes de la huelga general, al alma de la revolución encarnada entonces en la resistencia al golpe de Estado. Dijo el cuerpo y alma de lo vivido.
Mis dedos del lavado a mano en tina y balde me rozaron. Jóvenes. Aquellas manos de la máquina materna que se agarraban a los pedazos de lo hecho pedazos, ciegas desde los tiempos en que otros perdían el cuerpo y se les prohibía dejar la huella de sus huesos, dieron con el sentido de la tarea de agarrarse a los pedazos. “Que no nos arrebaten lo vivido”. Porque lo único que puede sustraerse a la violencia sobre los cuerpos –y las almas– es lo vivido con dignidad.
Eso era lo que no había que dejarse robar. El denuedo de vivir. Eso, lo que no había que dejarse arrebatar. La porfía, mil veces. El alma.