El conocimiento venenoso
La lógica del sacrificio en el Estado-nación
Zenia Yébenes Escardó
He visto la muerte sin llanto.
El sino del Nordeste es la muerte.
Al ganado lo matan,
pero a la gente le hacen algo peor.
Geraldo Vandre, Disparada
Me gustaría comenzar con la cita de Luce Irigaray, cuando señala que “todas las sociedades han sido construídas a partir del sacrificio”. Ello puede parecer arcaico pero tal vez un ejemplo sirva para ilustrar lo que trato de decir. Pensemos en el Estado-nación y recordemos que hay que pensarlo imbricado, pero no descuidar que el guión que une ambos conceptos, Estado y nación, es más un interrogante que una certeza válida por sí misma. Pensemos en el Estado como el conjunto de instituciones controladas de forma más o menos legal por algunos sectores de la sociedad nacional; y en la nación, como el espectro completo de los sectores administrados por ese Estado y que, por el efecto de la historia –y bajo presiones estatales–, adquiere una configuración propia e identificable de relacionamientos entre sus partes, así como componentes étnicos particulares y de otros grupos de interés –de género, de orientación sexual, religiosos.
Pues bien, hay una dimensión de género, en la inestabilidad del vínculo entre el Estado y la nación, que no debemos pasar por alto. Efectivamente, a menudo el Estado es representado a través del performance y el despliegue militar de la masculinidad; mientras que la nación es feminizada en un imaginario idealizado y desexualizado que la convierte en madre, pero madre impenetrable y replegada sobre sí misma. Las mujeres de carne y hueso que se sitúan fuera de este imaginario son la memoria de lo que no logra ser plenamente controlado en la nación. Se convierten así en el objeto de la violencia sexual y política que se efectúa en el performance incesante del control violento del cuerpo de la nación por parte del cuerpo del Estado. Las pautas tradicionales del duelo en la India –recuerda, por ejemplo, Veena Das– indican quién, cuándo y cómo se lloran las pérdidas, y disponen el tratamiento ritual del cuerpo del difunto.
La etnografía de los rituales de muerte en numerosas sociedades revela la tensión entre el desorden emocional y social que introduce la pérdida y las acciones encaminadas a reconstruir y rehabitar el mundo, que, en este caso, se muestra a través de la antifonía entre lenguaje y silencio. Antes de la partición de la India y Pakistán, mediante prácticas diferenciadas genéricamente, las mujeres lloraban, gritaban y se golpeaban, mientras los hombres callaban. Tras la división, cuando las mujeres que habían sido raptadas y violadas a manos de sus enemigos retornaron a casa –quedando en entredicho valores tradicionales fundamentales para la convivencia en aquel país, como el honor y la pureza femenina–, se produjo una ruptura del esquema cultural del duelo que condujo a una inversión del orden ritual. Desde entonces son las mujeres las que callan y beben en silencio “el conocimiento venenoso” de su rapto, un rapto sobre el que nada pueden decir, un rapto sobre el que nada se dice. Los hombres lo asimilan y subliman en sus relatos nacionalistas –que hablan de la defensa de la integridad y el honor de la nación–, mientras los cuerpos femeninos singulares, y su sufrimiento, callan. El silencio es necesario porque el conocimiento venenoso pondría en jaque el imaginario estatal y nacional, e implicaría preguntas como las siguientes: ¿qué significa asociar lo valioso femenino al honor y la pureza?, ¿qué implica que estas características se asocien a la nación como cuerpo femenino intacto?, ¿qué repercusiones tiene este imaginario en las mujeres de carne y hueso? Si el silenciamiento es necesario para el establishment, lo cierto es que sólo sirve para preservar la memoria, pero la memoria en forma de pesadilla.
Tiene razón Rita Laura Segato cuando afirma que en estos casos “la violación es el acto alegórico por excelencia de la definición schmittiana de la soberanía –control legislador sobre un territorio y sobre el cuerpo del otro como anexo a ese territorio”. Si al abrigo del espacio doméstico el hombre abusa de las mujeres que se encuentran bajo su dependencia porque puede hacerlo, es decir, porque ellas forman parte del territorio que controla, el agresor que se apropia del cuerpo femenino en un espacio abierto, público, lo hace porque debe para mostrar que puede. En un caso, se trata de una constatación de un dominio ya existente; en el otro, de una exhibición de capacidad de dominio que debe ser reeditada con cierta regularidad y puede ser asociada a los gestos rituales de renovación de los votos de virilidad. El poder está, aquí, condicionado a una muestra pública, dramatizada a menudo en un acto predatorio del cuerpo femenino. Pero la producción y la manutención de la impunidad, mediante el sello de un pacto de silencio, en realidad no se distinguen de lo que se podría describir como la exhibición de la impunidad. La estrategia clásica del poder soberano para reproducirse como tal es divulgar, e incluso espectacularizar, el hecho de que se encuentra más allá de la ley.
Guillermo Olguín (1969)
Mexicano, nació en el Distrito Federal. En Seattle, se formó en el Cornish College of the Arts y, después, en la Universidad de Bellas Artes de Hungría y en Toulouse. En pintura o dibujo, gráfica o fotografía intervenida, su obra se caracteriza por explorar los climas metafísicos del viaje, su mitología y sus ritos paganos. Enfrenta a los materiales con audacia: escultura en bronce, cerámica y textiles. Y el color se indaga a sí mismo en busca de poesía. Hasta la fecha, ha expuesto de manera individual y colectiva en México, Brasil, Argentina, Cuba, Paraguay, EUA, Italia, Francia, Alemania, Gran Bretaña, Hungría, España, Portugal, Finlandia y Japón. Fruto de su labor, ilustró La letra escarlata de Nathaniel Hawthorne, entre otros. Su compromiso con los pueblos indígenas lo llevó, sin darse cuenta, al mundo del mezcal.
Segato señala que en Ciudad Juárez opera lo que ella denomina un
segundo Estado, que no es ajeno a cierta visión del Estado-nación. Efectivamente, tal y como muestran las investigaciones entre los presos del Complexo de Internação e Reabilitação de Brasilia –todos ellos condenados por ataques sexuales realizados en el anonimato de las calles y a víctimas desconocidas–, los crímenes sexuales no son obra de desviados individuales, enfermos mentales o anomalías sociales, sino expresiones de una estructura simbólica profunda que organiza nuestros actos y nuestras fantasías y les confiere inteligibilidad. En otras palabras: el agresor y la colectividad comparten el imaginario de género, hablan el mismo lenguaje,
pueden entenderse. Una comprensión no ajena a las nociones generales que se tienen de comunidad o identidad. Veámoslo más despacio.
El Estado-nación se basa en una retórica nacionalista que afirma una construcción de la unidad nacional –la “mexicanidad”, por ejemplo– que, en realidad, beneficia a los que detentan el control territorial y el monopolio de la voz colectiva. Una característica fuerte de la construcción de la nación es el encierro, la representación del espacio totalitario como un universo sin nada afuera, encapsulado y autosuficiente, donde la estrategia de atrincheramiento por parte de las élites le impide a los habitantes acceder a una percepción diferente, exterior, alternativa, de la realidad. Estas metafísicas de la nación basadas en un esencialismo antihistórico, por más populares y reivindicativas que puedan presentarse, se exhiben en franca ostentación de un dominio totalitario de la localidad. Este mismo tipo de ideología nacional puede ser también encontrado en las regiones –como en el caso de Ciudad Juárez–, cuando un segundo Estado, una élite regional, consolida su dominio sobre el espacio y legitima sus privilegios con una ideología primordialista de la región. Cultura popular significa, en un medio totalitario, cultura apropiada; el pueblo es el conjunto de habitantes del territorio controlado; y las autoridades son las dueñas del discurso, la cultura tradicional, la riqueza producida por el pueblo y el territorio totalizado. El concepto de
nosotros se vuelve defensivo y quien lo infringe es acusado de traición. La primera víctima son
los otros interiores de la nación, de la región, de la localidad. Estos
otros interiores son o
sacrificados o coaccionados para que sacrifiquen, callen y posterguen su queja,
y el argumento de su diferencia, en nombre de la unidad sacralizada y esencializada de la colectividad, el grupo, la nación. Vuelve a señalar Segato: “Los feminicidios de Ciudad Juárez no son crímenes comunes de género sino crímenes corporativos y, más específicamente, son crímenes de segundo Estado, de Estado paralelo. Se asemejan más, por su fenomenología, a los rituales que cimentan la unidad de sociedades secretas y regímenes totalitarios. Comparten una característica idiosincrática de los abusos del poder político: se presentan como crímenes sin sujeto personalizado realizados sobre una víctima tampoco personalizada: un poder secreto abduce a un tipo de mujer, victimizándola, para reafirmar y revitalizar su capacidad de control. Por lo tanto, son más próximos a crímenes de Estado, crímenes de lesa humanidad, donde el Estado paralelo que los produce no puede ser encuadrado porque carecemos de categorías y procedimientos jurídicos eficientes para enfrentarlo”.
Numerosas instancias del espacio social, que existen únicamente a través de la inmolación, son mostradas en trabajos como los de René Girard,
La violencia y lo sagrado (1972) y
Cosas escondidas desde la creación del mundo (1978). No obstante –tal y como Irigaray subraya–, Girard escribe muy poco acerca de cómo la lógica sacrificial afectaría a las mujeres. Para que la ley del orden simbólico funcione “normalmente”, se ha de reprimir la dependencia de la ley de su proceso de enunciación –o, siguiendo a Laclau y a Mouffe, su carácter radicalmente contingente. Una represión inconsciente que opera por medio de la experiencia imaginaria e ideológica de que la Ley está fundada en la Verdad, la Justicia, la Unión o –en términos modernos y prácticos– la Funcionalidad. La creencia está a salvo si la víctima en la que se asienta el ideal comunitario permanece escondida. La madre real es sacrificada en aras de la madre simbólica, la nación. Es el sacrificio de la madre y la mujer real el que posibilita
el nacimiento de esa madre mítica que es la nación: desexualizada, replegada sobre sí misma, impenetrable; y lo es de manera doble desde que las mujeres son invitadas a participar y a ocultar con su participación cuál es el cimiento de la comunidad.
El sacrificio tradicionalmente ha sido comprendido en términos económicos –doy para que me des–, de manera que, a cambio del sufrimiento o de la muerte, se obtiene la revelación de una verdad, por ejemplo, la verdad de una pertenencia. A través del sufrimiento y del sacrificio muestro la verdad: soy digno de Dios o de quién esté en su lugar, garantizo que soy uno de los suyos. El crimen de estupro en Ciudad Juárez responde a los condicionamientos y exigencias extremas para atravesar el umbral de la pertenencia al grupo. Resulta así de un mandato que emana de la estructura de género y que garantiza, en determinados casos, el tributo que acredita el acceso de cada nuevo miembro a la cofradía viril. Quienes dominan la escena son los otros hombres y no la víctima –que es el desecho del proceso, una pieza descartable que en sí misma no vale nada–, cuyo papel es ser consumida sacrificialmente para satisfacer la demanda del grupo de pares. Los interlocutores privilegiados en esta escena son los iguales, sean éstos aliados o competidores. Los miembros de la fratría mafiosa, que violan y matan para garantizar la pertenencia y celebrar su pacto, o para exhibir poder frente a los competidores y los que osen inmiscuirse en el sagrado dominio. Este sacrificio da sentido a la ley simbólica porque sustancializa y fantasmatiza la idea de comunidad y la idea de mujer. El sacrificio a la comunidad y al grupo –¿a la nación?– exige simultáneamente el sacrificio de la mujer.
La mujer ha sido descrita casi siempre en términos esencialistas –maternal, bondadosa, sensible, enigmática, enredosa, tentadora o inconsistente. La interrupción del sacrificio implicaría suspender lo que habitualmente se entiende por ser mujer en la economía del orden simbólico o de la ley. Lacan señaló alguna vez, de manera controversial, que “la mujer no existe”. Žižek apunta que “no es que ‘la mujer no existe’ porque, debido a la ‘represión’ patriarcal, no tiene permitido expresarse libremente y constituir su completa identidad simbólica, sino, antes bien, todo lo contrario: la autoridad simbólica patriarcal emerge para ‘aburguesar’ el escándalo de ‘la mujer no existe’, para limitar al sujeto femenino en un lugar determinado dentro de la estructura simbólica”. La interrupción de la lógica del sacrificio revela que “masculino” y “femenino” no son predicados que provean información positiva sobre el sujeto; es decir, en sentido estricto, no existe
la mujer ni existe
el hombre; el problema es que creemos que sí y la producción subjetiva se orienta hacia roles masculinos y femeninos que no pueden ser replanteados, cuestionados o desestabilizados. Roles que implican el mandato de masculinidad analizado por Segato, o el de feminidad, que he intentado dibujar esquemáticamente en torno al imaginario Estado-nación. Y, sin embargo, la interrupción de la lógica sacrificial no puede justificarse en un acto de puro voluntarismo. Frente al intento de clausurar el fantasma del sacrificio, Jacques Derrida sabía que los espectros no se conjuran fácilmente; que, como en el cuento de Cortázar, nos hallamos en una
casa tomada, asediada, contaminada, donde los fantasmas circulan por cada rincón y donde, también, cada estancia se encuentra ya abierta a un cierto por-venir, a una apertura infinita, impidiéndonos toda identificación ronroneante. Porque mientras haya una sola, uno solo, toda buena conciencia es,
ipso facto, imposible.