Cada escritor comparte sus memorias como el pan. Unos descubren en la poesía el cauce. Otros; en el cuento, con narraciones tan exactas como el pulso de un reloj. En todos, el eco de la literatura, la verdad de uno que es la verdad de otros. El dossier es uruguayo-argentino, pero el arte no tiene bandera. Por eso decía Barís Pasternak que el único poder del escritor es el de no deformar la voz de la vida que suena dentro de él.
Pocos vaticinios en el mundo de la literatura han augurado correctamente el futuro de los escritores, tal el caso de Esquilo, a quien poco antes de morir el oráculo le había dicho que sería aplastado por una casa, un destino un tanto inverosímil pero que cobraría sentido al saberse el tipo de casa que le quitó la vida: el caparazón de una tortuga arrojado por un ave desde el cielo con la intención de romperlo, confundiendo su cabeza con una piedra. O la predicción sobre Arthur Schnitzler, que al nacer el 15 de mayo de 1862, en Viena, fue recostado en el escritorio de su padre, el laringólogo Johann Schnitzler, por lo que éste dijo burlonamente que su hijo terminaría haciendo carrera de escritor.
Arthur Schnitzler, de ascendencia judía, médico de profesión al igual que su padre, fue también un prolífico autor, contemporáneo de otros grandes escritores de la Joven Viena, como Hugo von Hofmannsthal y Stefan Zweig. La obra de Schnitzler explora los terrenos del modernismo y es él quien por vez primera en la novela alemana usa el monólogo interior (El teniente Gustl, 1900). Su formación como médico pudo plasmarse en su interés por el inconsciente, los sueños y la sexualidad, lo que había sido ya analizado por otro austriaco de su época, Sigmund Freud. Pero a diferencia de Freud, que orientaba su trabajo hacia el psicoanálisis, Schnitzler lo hacía a la literatura. Cabe mencionar que no tuvieron más que una relación epistolar, pues se dice que Freud, declarado admirador de la obra de Schnitzler, reconocía en él una suerte de Doppelgänger, y como en el imaginario germánico ver al Doppelgänger es augurio de muerte o mala suerte… Sin embargo, la verdad es que se reunieron en un par de ocasiones. Mucho se ha discutido sobre la influencia de la obra de Freud en Schnitzler pero, aunque este último no coincidiera con algunos estudios del padre del psicoanálisis, no podría descartarse del todo.
Si bien la obra de Schnitzler no es del todo conocida, es de resaltar que obtuvo cierta popularidad a partir de la adaptación cinematográfica de Relato soñado (1926), uno de sus relatos más representativos, a cargo de Stanley Kubrick. Se llamó Ojos bien cerrados (Eyes Wide Shut, 1999). La intención de Kubrick al llevar a la pantalla grande esta novela radicaba en querer plasmar el comportamiento sexual humano.
Francesa, nació en Aix-en-Provence. Cursó estudios en la École supérieure d’art d’Aix-en-Provence que no concluyó. Prefería pintar en su casa hasta quedarse dormida, con las manos llenas de pintura. Emigró a México a los veinte años. En Oaxaca, su vocación se volvió su profesión. Autodidacta, se perfeccionó haciendo grabados con Gerardo de la Barrera y litografía, poco después, con Per Anderson, en el Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca. A Boullier le gusta contar que, cuando pinta y dibuja, surgen solitas las bestias humanas, sus manos, sus miradas. Que un ojo es casi siempre la primera cosa que aparece. Sus creaciones son austeras en el uso del color y testimonian un tratamiento minucioso de la sensualidad. Ha expuesto en México, España y Francia. Creció en el campo, entre cartones, tijeras, botes de pintura y colores.
Hasta aquel día él había sido una persona completamente normal. Se levantaba temprano, a las siete, de ser posible sin hacer ruido para no molestar a su esposa, a quien le gustaba dormir un poco más, bebía una taza de café, besaba en la frente a su hijo de ocho años que tenía que ir a la escuela, dando un suspiro le decía en broma a la pequeña Marie de seis años: “Sí, el próximo año te tocará a ti también”. Mientras aún bromeaba con los pequeños, solía entrar su esposa e intercambiaban noticias intrascendentes, incluso a veces alegres y tranquilas siempre, pues era un buen matrimonio, sin malentendidos ni descontentos; no tenían nada que reprocharse el uno al otro. A la una regresaba del negocio a su casa, ni siquiera un poco cansado pues lo que tenía que hacer no era muy agotador ni de mucha responsabilidad; era gerente departamental, jefe de distrito en un almacén de clase media en la calle Währinger. A ello seguía un almuerzo sencillo y bien preparado, los hijos estaban con él y permanecían bien portados, el niño hablaba sobre la escuela, la mamá sobre un paseo que tuvo con la pequeña antes de recoger al hijo mayor de la escuela y el papá contaba todo tipo de sucesos irrelevantes que acontecían en el almacén, de nuevas creaciones de moda, envíos procedentes de Brünn, mencionaba la pereza del jefe que, por lo general, aparecía apenas a las doce en el negocio, [hablaba] de alguna extraña aparición entre los clientes, como la de un hombre elegante que sabrá Dios por qué azar perdió la orientación y dio con la tienda de las afueras de la ciudad, y aunque primero se comportó algo arrogante, luego se mostró sinceramente entusiasmado con algún estampado de corbata, relató que la señorita Elly una vez más tenía un nuevo admirador y que eso a él en realidad no le importaba. Ella era vendedora en el departamento de calzado para damas.
Luego se recostaba por media horita y hojeaba rápidamente un periódico; a las dos y media estaba de nuevo en el negocio y había mucho que hacer, especialmente de las cuatro a las seis había que dedicarse completamente a los clientes. Mientras tanto, en casa todo marchaba como de costumbre, la señora iba a pasear con los niños y a veces la cuñada casada llegaba de visita, o también su suegra; algunas veces aún se las encontraba en casa.
Alrededor de las ocho cenaba y para entonces los niños ya habían sido llevados a la cama. Cada dos sábados iban al teatro, al tercer palco, tercera o cuarta fila; él prefería las operetas pero en ocasiones veían también una obra clásica seria o una comedia de ocasión y la culminación de esas tardes llegaba en un restaurante sencillo. Los niños estaban entretanto bien cuidados; para la Sra. Wilhelm, la esposa del doctor del primer piso, que no tenía hijos, era una verdadera alegría cuidar a los niños, en su departamento, hasta que los padres volviesen a casa.
También esa tarde, el sábado antes de Pentecostés, habían estado en el teatro. Los Huber habían cenado en un mesón y, cuando se fueron a la cama, el esposo estaba tan de buen humor que Anna le preguntó si no la había confundido con la señora Constantin, que ese día había interpretado el papel protagónico y que tanto le había gustado a él.
A la mañana siguiente se dirigió, como de costumbre, a su excursión de los domingos, tomó el tranvía hacia Sievering, caminó sobre Dreimarkstein, donde se encontró con un conocido suyo, se quedó con él y charlaron sobre el buen clima, después se dirigió solo, montaña abajo, hacia Neuwaldegg. Cruzó un pequeño puente, como lo había hecho mil veces antes; ante él yacía la gran pradera amplia con magníficos grupos de árboles, que sabrá Dios qué tan seguido había visto, y su mirada cayó por casualidad en una tabla de madera sin labrar que estaba clavada en un árbol y sobre la que estaba escrita la palabra “Parque”, con grandes letras negras como escritas por un niño. No se acordaba de haber visto jamás esa tabla. Le llamó la atención pero inmediatamente pensó que siempre había estado ahí, se podía ver que era una tabla muy vieja. Naturalmente esto es un parque, nadie podía dudarlo, era el Parque Schwarzenberg, propiedad privada de la dinastía de príncipes bohemios, pero liberado al público desde décadas atrás. Sin embargo, ahí no decía Parque Schwarzenberg o propiedad privada, sino curiosamente sólo “Parque”. Eso era, nadie podía dudarlo. No se distinguía mucho de sus alrededores, no estaba cerrado, no había una entrada, ni estaba bajo leyes singulares, era bosque y pradera, caminos y bancas; en todo caso, resultaba bastante innecesario el anuncio de “Parque”.
Sea como sea debía tener una razón. Quizás había gente que no estaba tan segura como él de que eso fuera un parque. Tal vez se daba por hecho que era un bosque común y corriente [en la] pradera, como el bosque y las praderas de las que descendía. A ellas más bien había que recordarles que, de hecho, ése era un parque. A propósito, un bonito parque, espléndido –quizás habría gente que lo tendría por un paraíso si no estuviera colgada ahí esa tabla. Jaja, un paraíso. ¡Y tal vez alguno se habría comportado así! –arrojó sus ropas con evidente fastidio. ¿Cómo debería yo haber sabido [entonces], dijo en la estación de policía, que sólo era un parque y no el paraíso? Pues bien, no sucedería nunca más. Había sido de lo más razonable colgar ahí el letrero. Se encontró a una pareja, una ya no muy joven y corpulenta pareja y se rio tan fuerte que ellos se asustaron y se le quedaron viendo.
Todavía no era tarde; se sentó en una banca. Sí, estaba bastante seguro, a pesar de que no estaba escrito en ella que eso era una banca, y que el tanque de enfrente, ya bien conocido, era con toda seguridad un tanque o un estanque o un pequeño lago o un mar, sí, eso dependía de cómo se le viera, para una efímera probablemente eso era un mar. Para tales insectos también se debía colgar un letrero: estanque. Pero para las efímeras eso no era un estanque y además no saben leer. Pues bien, ¡quién sabe!, siguió pensando, sabemos muy poco de las efímeras, mientras una le zumbaba alrededor. Era medio día –y la efímera sólo tenía ese medio día de edad, más bien cincuenta años… en proporción, pues en la tarde la efímera estaría ya muerta. Quizá celebraba ahora mismo su cumpleaños número cincuenta. Y las otras pequeñas que zumban a su alrededor le estén festejando. Estaba en presencia de un cumpleaños. Le parecía como si llevara sentado ahí mucho tiempo y miró el reloj. Únicamente tres minutos, sí, eso era con toda seguridad un reloj, aun cuando en la tapa no estuviera grabado que era uno. Pero también era posible que estuviese durmiendo. Y entonces eso no era un reloj, y él estaba acostado en la cama y dormía y también la efímera era sólo un sueño.
Dos muchachos jóvenes pasaron por allí. ¿Se reían de él o de sus propias ocurrencias? Pero ellos no sabían nada al respecto. Aunque, por supuesto, no estaba tan seguro. Hay quienes saben leer la mente. Era muy posible que aquel joven con lentes de concha de tortuga supiera exactamente qué le sucedía y se riese de ello. La pregunta era solamente si aquel muchacho de lentes de concha de tortuga tenía una razón para hacer eso, pues era posible que todo fuera en realidad un sueño, así que también estaba soñando su risa.
Con una repentina resolución se pisó a sí mismo con un pie sobre el otro y se tocó la nariz en exceso. Sentía todo perfectamente. Esto lo quería hacer valer como una prueba de su estar despierto. Sin embargo, no fue nada concluyente porque al final también podría estar soñando que se pisaba y tocaba la nariz, pero decidió darse por satisfecho.
Francesa, nació en Aix-en-Provence. Cursó estudios en la École supérieure d’art d’Aix-en-Provence que no concluyó. Prefería pintar en su casa hasta quedarse dormida, con las manos llenas de pintura. Emigró a México a los veinte años. En Oaxaca, su vocación se volvió su profesión. Autodidacta, se perfeccionó haciendo grabados con Gerardo de la Barrera y litografía, poco después, con Per Anderson, en el Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca. A Boullier le gusta contar que, cuando pinta y dibuja, surgen solitas las bestias humanas, sus manos, sus miradas. Que un ojo es casi siempre la primera cosa que aparece. Sus creaciones son austeras en el uso del color y testimonian un tratamiento minucioso de la sensualidad. Ha expuesto en México, España y Francia. Creció en el campo, entre cartones, tijeras, botes de pintura y colores.
Mexicano, nació en el Distrito Federal. Traductor. Estudió Lengua y literaturas modernas alemanas en la Universidad Nacional Autónoma de México y en la Heinrich-Heine Universität, en Düsseldorf. Maestro de alemán en la Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco. Desde niño lo atrapó la idea de decir una misma cosa de diversas formas. Leyendo a Kafka se dio cuenta de que quería dedicarse íntegramente a la traducción y, como en acción prometeica, verter al español obras desconocidas. Aprendió japonés para leer a Yukio Mishima. Su debilidad: Oliverio Girondo y Joseph Roth.