Cada escritor comparte sus memorias como el pan. Unos descubren en la poesía el cauce. Otros; en el cuento, con narraciones tan exactas como el pulso de un reloj. En todos, el eco de la literatura, la verdad de uno que es la verdad de otros. El dossier es uruguayo-argentino, pero el arte no tiene bandera. Por eso decía Barís Pasternak que el único poder del escritor es el de no deformar la voz de la vida que suena dentro de él.
Hablábamos de la confianza. Es un día de sol y sé lo que va a suceder. Quiero decir, en los intersticios. En los huecos, mientras vuelvo a casa. Veo esta grieta en la tierra durante mucho rato. Pienso en las heridas de la tierra. Pienso en lo que nunca falla. Te gustaba hablar de eso, recordarlo siempre, volverlo consciente. Hoy es más difícil perderse. Sin querer perderse, claro. Por todo eso de la tecnología. Hablabas de cómo confiamos en otros, anónimos, desconocidos, ¿o te creés que existen los duendecitos?, bromeabas. Alguien hizo las calles sobre las que pasás apurada, alguien hizo el ómnibus que vas a tomarte, gracias a que alguien lo va a manejar, en tanto otros hicieron el edificio donde vivís, el puente que vas a cruzar, alguien hizo hasta el botón de la televisión que vas a prender, alguien hizo la instalación eléctrica de tu casa, y no fue dios, o acaso fueron los pequeños dioses proletarios, ese pueblo que evocabas con euforia o con melancolía, alguien hizo el banco donde te sentás a fumar, el encendedor, la mesa en la que comés, alguien envasó el café que desayunás, los cigarros, alguien fabricó el cajón donde nos van a enterrar un día, en fin, decías, todo está inmensamente poblado de hacedores invisibles, incansables, en los que confiamos todos los días, todo el tiempo. Ese día me dijiste que percibimos esto las poquísimas veces que desconfiamos. Es decir, cuando nos fallan. Nadie podría vivir pensando que cada cosa que toca se va a romper. Hablaste de eso con un tipo, en el ascensor. Te quedaste encerrado, entre el quinto y el sexto. Abriste la puerta y viste un paredón gris. Tocaste la alarma. Nada. El otro tipo tocó la alarma. Nada. No tenías teléfono. Es casi imposible perderse, hoy, volviste a decir. Gritaron, supongo. Habrás golpeado con las manos en las paredes y habrán zapateado y pedido auxilio hasta el cansancio. No sé. Me hablaste de la confianza. El otro tipo era un vecino con quien nunca habías hablado. O no lo recordabas. Casi no recordamos lo que repetimos, y te reías. Las cosas que nunca van a fallar y fallan. Sólo nos damos cuenta que existen porque fallan. El ascensor que se detiene. Lo inesperado. Vos, con treinta años. Tenías barba, lo sé porque a mamá le gustaba burlarse de eso, mostrar tus fotos en las sobremesas soporíferas del verano. Vos sabías que no iban a morir pero el otro tipo no paraba de enumerarte todas las posibles escenas. Que si intentaban salir y el ascensor arrancaba y lo partía al medio. Que si morían de inanición, que si morían asfixiados por el humo de un incendio que el tipo conjeturaba como la causa del detenimiento del ascensor, entonces todos se irían corriendo del edificio, hasta escuchaba los gritos de espanto y los llantos de los niños, ¿no oís vos?, decime, ¿no escuchás el escándalo?, ¿las sirenas? Que si morían de sed, que cómo sabían que ninguno de los dos era un asesino, que si le daba un ataque. Lo tranquilizaste. Tenías talento para eso. Hablaron. Él te contó que tenía una hija a la que no conocía. Le horrorizaba la idea de haberla cruzado en la calle sin saber quién era. Se avergonzó de pronto, de escucharse contártelo. Y vos lo tranquilizaste de nuevo. Le contaste que venías del médico. Que esperaban mellizas. El hombre lamentó que nacieran sin padre. Vos te reíste pero estabas triste. Fuiste deslizando la espalda por la pared hasta quedar sentado delante de él. Y lo miraste. Todavía estaba nervioso, sudaba. Empezó a hablar de la infancia. Dijo que morir era justo. Dijo que los únicos que merecen vivir son los niños. También dijo que un gran genocidio que exterminara por completo al mundo adulto es nuestra última esperanza como raza. Somos unos cretinos, dijo. Vos le dijiste que tenías otra teoría, hablaste, claro, de la confianza. Ahí nomás le largaste lo del médico. No pensabas en otra cosa. El médico te había llamado aparte. Mamá estaba afuera, conversaba con el abuelo. El médico te había mirado con cara de médico. Esa sí es una raza criminal, dijiste un día. Me dijo, le contabas al tipo, que una de las dos no sobrevive. Me dijo que una de mis hijas se va a morir. Lloraste. Fue la primera vez que lloraste delante de otro hombre. Él te palmeó un hombro. Te preguntó si tu mujer sabía. Dijiste que no. Que no lo ibas a decir porque quién sabe, que nunca se lo dirías a nadie. La discreción y el silencio a veces, pocas, quizá, pero esenciales, son indicios de valentía. Te dije que había una canción sobre eso. Te dije que decía que ser cauto requiere coraje. Asentiste. Hablaron de la confianza. Y hablaron de lo que no conocemos. Durante el embarazo de mamá, sólo vos y un tipo cualquiera con quien quedaste encerrado en el ascensor esa tarde, supieron que una de nosotras no iba a vivir. Pero eso también fue un error. Nuestra vida es posible por la falla. Literalmente, en este caso, decías. Te encantaba la expresión literalmente. Es cierto. Acá estamos. Ya somos grandes. Y no sabemos quién era el tipo, ni si conoció a su hija, mucho menos sabemos quiénes hicieron el traje que llevamos puesto, quiénes el banco donde nos sentamos ahora, quiénes cortaron las flores amarillas, ni las blancas, quiénes fabrican los autos en los que vinimos, quiénes el cajón, quiénes el mármol, ni quiénes el nicho en donde acabamos de dejarte. Miro esta grieta. Hace semanas que no llueve. Pienso en la sed, en el desierto. Pienso que la existencia del desierto no prueba nada, no nos promete ninguna tierra. Y sin embargo pienso en los dioses proletarios, los que no se equivocan, y los que sí lo hacen. Es un día de sol y sé lo que va a suceder mientras vuelvo a casa.
Francesa, nació en Aix-en-Provence. Cursó estudios en la École supérieure d’art d’Aix-en-Provence que no concluyó. Prefería pintar en su casa hasta quedarse dormida, con las manos llenas de pintura. Emigró a México a los veinte años. En Oaxaca, su vocación se volvió su profesión. Autodidacta, se perfeccionó haciendo grabados con Gerardo de la Barrera y litografía, poco después, con Per Anderson, en el Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca. A Boullier le gusta contar que, cuando pinta y dibuja, surgen solitas las bestias humanas, sus manos, sus miradas. Que un ojo es casi siempre la primera cosa que aparece. Sus creaciones son austeras en el uso del color y testimonian un tratamiento minucioso de la sensualidad. Ha expuesto en México, España y Francia. Creció en el campo, entre cartones, tijeras, botes de pintura y colores.