Un grito de amor y de guerra. Para Miguel Hernández, la poesía era una verdad insinuada, preciosa y recóndita como una mina. Las voces que aquí concurren se entienden bien con las palabras, con sus abismos reales y tempestades. Ellas no sólo sugieren otra vida; la incitan para que brote, para tocar el grito que la habita. Es la literatura la gran biografía del mundo y ofrecemos algunas notas de su interminable canción.

No.

ENTRADAS

El hombre libro


Mario Bellatin

Sin título

de Christophe Forget

Christophe Forget (1981)


Francés, nació en Nantes. Ha cursado estudios en la École de Communication Visuelle y, con Jean Christophe Cadou, dibujo y acuarela. Integrante de los colectivos L’Arête-inutile y Centrale 7. Su técnica manifiesta una continua inquisición, especialmente a partir de su comercio con el grabado y el monotipo. Pródigas en el tratamiento del color, en sus obras se crean atmósferas oníricas, acentuadas por una dualidad hombre-animal. Forget suele decir que, al retirar la placa, aparecen, más que meras imágenes fantásticas, unos particularísimos seres sostenidos por la imaginación. Hasta la fecha, suman treinta y tres sus exposiciones en Francia y Bélgica. Tiene bien claro que Johan Van Mullem y Mélanie Duchaussoy le han permitido descubrir algunas claves de su oficio. Le gusta internarse en bosques y escalar montañas.




Al entrar a la casa me dirigí primero a la habitación de los libros comprados. Crucé por el poco espacio libre que dejaba un par de mesas, con ejemplares apilados, y dos libreros mal clasificados. Pude encontrarle un lugar a la novela que traía conmigo. Fui después al otro cuarto. Al de los libros no comprados. Por alguna extraña razón, pienso que no son sino libros recuperados, que han sido míos desde siempre, y que mi acción de sacarlos de las librerías –es decir, robarlos– no ha sido sino la de evitar que sigan empolvándose en los anaqueles. Desconozco los motivos a no tomar como míos todos los libros. Total, ya están allí, nadie puede saber cuál viene de dónde. Curiosamente hay algunos que sí considero ajenos, son los que compro a un sobreprecio evidente y coloco después en la habitación correspondiente. Me recosté luego sobre la cama con los pies colocados hacia la ventana. A mi derecha, a pocos centímetros de donde me encontraba tendido, se levantaba otro librero más, el de los libros preciosos. Aquellos que alguna vez fueron míos, los había vendido por razones de urgencia, y ahora los volvía a tener en mi poder. Por lo general eran ediciones antiguas. Muchas de ellas incunables. Me da vergüenza admitirlo, pero en ciertas ocasiones mis actos de recuperación, por llamarlos de alguna manera, habían sido hechos públicos. “Saqueo silencioso a bibliotecas de fondos especiales”, leí en una ocasión. “Desaparecen manuscritos árabes”, en otra. Estaba agotado. No había sido fácil recuperar el libro de hoy, el que acababa de colocar en el librero. El Tratado de la unidad, en su primera y mítica edición. No me pregunten por los detalles. Sólo sé que me encontraba agotado. En el momento de cerrar los ojos vino a mi mente un café bebido horas antes. No debí haberlo tomado. Quizá un poco de leche podría aliviar la intranquilidad que me seguía causando la cafeína. Me levanté, de ese modo podría alimentar también a mi gato, a quien consideraba el guardián de los libros, especialmente de los recuperados. Mientras me encontraba en la cocina, escuché un estruendo que logró hacer retumbar el piso. Corrí hacia el lugar donde se había originado el ruido y encontré sobre mi cama una montaña de libros destrozados. No entendí en ese momento lo sucedido. Es cierto que el librero aparentaba haberse vencido, pero no eran lógicos los daños causados a los libros. Parecía como si les hubiera pasado por encima una fuerza enloquecida. Las tapas estaban quebradas, las hojas sueltas. Formaban una suerte de masa informe donde ya casi no se distinguía un ejemplar de otro. ¿Sería una venganza perpetrada por el dios de los libros? ¿Uno de esos milagros cotidianos que no tienen explicación, pero que parecen buscar que se lleve a cabo algún tipo de justicia? No, no podía ser cierto. Yo tenía derecho sobre esos libros, eran míos, a pesar de los diferentes métodos que había utilizado para obtenerlos. Aunque, claro está, algo en mí me decía a veces que eso no era del todo verdad. Que se trataba de una explicación que me inventaba para estar no sólo en paz conmigo mismo, sino acompañado de aquellas obras de arte que daban sentido a mi ser. Pero allí estaba mi tesoro destruido. Lo único que quedaba eran los vestigios. Caí encima de aquellos restos y, a pesar de las circunstancias, me quedé dormido. Horas después desperté en medio de las páginas revueltas. No había ya huellas de la biblioteca. No sé por qué, pero el sonido del reloj anunciaba la ausencia de aquel tesoro, incluso antes de abrir los ojos. Me cubrí las orejas. Me pregunté qué fue lo que realmente ocurrió. Imaginé la sombra del librero de los volúmenes especiales. Era todo lo que había quedado conmigo. Yo nunca quise recuperar esos libros. Se lo dije, ya con los ojos abiertos y sin nadie que me observara, a una primera edición del Masnavi, que en cierta ocasión pude apreciar en el museo de una biblioteca. Mi boca lo iba diciendo en una suerte de susurro, pero mis manos acariciaban de manera imaginaria la urna que lo protegía. En ese momento, el gato comenzó a maullar. Quizá tenía hambre o se preguntaba también lo que había sucedido con los libros que tenía como misión cuidar. Lo vi buscando, debajo de la cama, la edición de Ibn Arabi. Me levanté con el cuerpo adolorido. Haber dormido sobre aquellos restos me había afectado. Mis libros, me dije. Mis objetos tan queridos me habían traicionado. De pronto, algo aún más extraño sucedió. Los sonidos de la casa empezaron a preguntar por ellos. La llave que goteaba del lavabo repetía, gota a gota, el nombre de Mansur al-Hallâj. El aire que entraba por la ventana preguntaba por las ideas de las tribus de los dioses de los asuntos pequeños. Incluso se referían a libros más recientes. El ruido que producían las cañerías anunciaba que después del fin de nuestras vidas nos esperaba un gran casino –curioso que en este punto aparezca un lugar de juego semejante– donde está prohibido hacer trampas, y el ruido que, de cuando en cuando, hacían las cortinas que cubrían las ventanas del cuarto me llevaba a pensar –no había un motivo concreto para que esto sucediese– que semejaban el sonido de una lavadora en pleno funcionamiento. Ciertos murmullos, que en ese momento comenzaron a provenir del piso superior, se me hicieron similares a una conversación entre chimpancés, quienes discutían, en su lenguaje propio, el caso publicado en la prensa de aquel día sobre una mujer hallada en la carretera después de asesinar a su marido. La nueva noticia refería que ahora la mujer se encontraba recluida en un sanatorio. En ese momento no hubiera querido encontrarme allí, en mi habitación. Era más que seguro que el dios que había destruido mis libros debía haber obedecido las órdenes de un ángel malo. Debería no estar en ese lugar sino paseando, por ejemplo, en un bosque durante un día esplendoroso. O ir de la mano de un poeta iraní –bardo y novelista, según su tarjeta de presentación– y descubrir nuevamente el placer que solían producirme los libros antes de tomarlos en serio, antes de ingresar a las instituciones donde escuché cientos de ideas preconcebidas y caí, casi sin darme cuenta, en el vicio de recolectar la mayor cantidad posible de ejemplares. Quizá este estado me sirva para despertar de una vez, pensé en ese momento. Para morir y volver a nacer. Pero no dentro de un casino sino en medio de una inmensa biblioteca. Dentro de los libros, para ser exactos. Habitando un universo donde el tiempo es medido no por un reloj convencional sino por una clepsidra. De otro modo no entiendo cómo, de pronto, me vi a mí mismo pidiéndole a mi madre que se volviera a hacer los peinados de la época de mi infancia, sus famosos ostiones. Escuché que tocaban a la puerta. ¿Sería Ibn Arabi, acaso, que venía a reclamarme? No, que Shams de Tabriz no saliera a abrir, por favor, lo más seguro es que después de hacerlo nunca más se le volviera a ver. Seguro que Ibn Arabi me acusaría de no haber sabido cuidar, como es debido, de su primera edición. Iba a ser incapaz de mostrarle el puñado de papel en el que el libro estaba convertido. Pero no, curiosamente, en lugar de decirme que venía a buscar a su padre, un tal Pedro Páramo, me dijo que le gustaban las niñas con lentes que le recordaran que él, Pedro Páramo, era una suerte de monstruo ciudadano catador del otro lado de las cosas. Añadió que una vez Dios le habló en un sueño, pero se dirigió a su persona el Dios verdadero, no el de los asuntos mínimos. Su Dios tenía la mano gigante y callosa –porque afirmó que le dio la mano: Dios le dio la mano–, olorosa a tierra mojada. Recordaba que le informó algo importante, aunque no podría repetir de manera exacta sus frases. Pese a todo, le quedó grabada una palabra que le fue expresada en aquella ocasión: decencia. Añadió que las parejas debían dejar de tener hijos y que los cien años siguientes serían los últimos de la humanidad. Los años de la absolución. Una vez que Pedro Páramo desapareció –según lo que había leído acerca de él, una de sus peculiaridades era su calidad de fantasma–, me asomé a la ventana. Para ese entonces mis músculos se habían ya desentumecido y me permitían moverme con mayor flexibilidad por la habitación. Vi entonces que al otro lado de la calle una niña de once o doce años jugaba a saltar la cuerda. Recordé entonces que entre los libros destruidos había una edición con fotos originales de Alicia a través del espejo. Pero no, no podía ser ella la que me reclamaba desde la acera de enfrente. Esta niña repetía un estribillo poco lúcido, que afortunadamente no logro ahora recordar. A los pocos minutos apareció frente a ella un hombre de aspecto decente. ¿Cómo serán los hombres de un aspecto semejante?, recuerdo que me pregunté. Lucía un abrigo marrón con botones rojos –combinación extraña– y los zapatos lustrosos que se mostraban como el trofeo de un perdedor. Aquel hombre le ofreció algo a la niña. Un objeto que sacó del bolsillo. Justo en ese momento el retrete del departamento vecino, aquel que antes de quedar dormido repetía el nombre de los libros destruidos, atrajo mi atención. Dejé de mirar a la calle. Aquel personaje, el hombre del abrigo, me pareció un personaje de alguno de los libros con los que contaba unas horas antes. Pero entre mis libros sagrados no contaba con ninguno con semejante sujeto entre sus páginas. Presté atención, más bien, a unos pasos de mujer en el piso de arriba. Iba de uno a otro lado. Escuché también diferentes avisos que provenían de un teléfono celular. Eran tonos de mensajes entrantes. Oí, aunque parezca increíble, el cierre de la falda de la mujer al ser manipulado. Cuando jaló el mecanismo del baño, el sonido que me reclamaba, junto con el agua corriendo, era el de los manuscritos de Mansur al-Hallâj –“queremos su diwan”, reclamaba el agua, mientras el baño terminaba su proceso. Al volver la mirada a la calle, no vi más al hombre ni a la niña. Ya no estaban ni Alicia ni el personaje que creí confundir con alguno de los de mis libros sagrados. Vi, en cambio, pasar de largo a un viejo en una bicicleta. ¿Ezra Pound quizá? También a una dama siniestra guiada por un pastor inglés de buen color y mala postura. ¿Se trataría de la escena de una película quizá? Me apoyé en la silla de mi escritorio, que por algún motivo había procurado desde siempre mantener sin libros encima. Esperé que las horas se consumieran. Para entonces ya nada podía ser igual. Incluso al fijarme en el reloj de pared noté que avanzaba y retrocedía sin ninguna lógica. Encendí la radio. Era posible que en ese momento la ciudad hubiera descubierto, gracias al estruendo del librero, que yo era el autor de las recuperaciones de los ejemplares que se guardaban en los acervos protegidos. Traté de calmarme. Era absurdo que la caída de un libro hubiese producido una consecuencia de esa naturaleza. La información debía estar a esa hora en todas las estaciones de radio. Mientras los bulbos del decrépito aparato se calentaban –situación que duraba unos cuantos segundos–, imaginé los comentarios de los diversos locutores refiriendo los hechos imprecisos y falaces. Pero, para mi sorpresa, comencé a escuchar fragmentos de una radionovela. Oí, me parece que desde su inicio, la escena de un médico que ponía en la mano de su paciente dos pastillas azules y daba la orden de tragarlas. La mujer obedecía en silencio. Supongo que lo hacía porque no oí ninguna contradicción a semejante orden. Sin embargo, sí se escuchó la voz del médico –como en off, si eso es posible en la radio– que decía que ingerir esas pastillas era como si el dedo de Dios –nunca aclaró si se trataba del Dios verdadero invocado por Pedro Páramo o el de los pequeños milagros cotidianos– tocara sus párpados. Los días y noches que había pasado la paciente sin dormir, continuó, se ovillaron de golpe. Al despertar, el médico señaló que la paciente notó el color de las sábanas, y dijo también que no estaba segura si eran de color rosa. Informó a los radioyentes que notó también un frasco pequeño que parecía contener cierta fragancia. Tan pronto ingresó una enfermera en la escena –esto ya no ocurrió en esa suerte de voz en off que había ocupado las bocinas de la radio que estaba dentro de la radionovela durante el sueño de la mujer–, le dijo, al ver a la mujer despierta, que las sábanas y la esencia las trajo una amiga suya. También le compró un diario, prosiguió, pero el doctor prohibió que lo leyera. “¿Desea dormir un poco más?”. Acabó con esas palabras su parte del guión. La paciente anunció –otra vez en esa especie de voz en off– que iba a sacar –el público oyente estaba imposibilitado por razones obvias de saber dónde tenía la caja– dos grageas. Anunció que estaba leyendo en el empaque la palabra “Stilnox”. Dijo también que eran somníferos porque en uno de los lados aparecía el dibujo de una luna menguante. Nuestro personaje, aquél que había sufrido el extraño milagro de que su biblioteca de un momento a otro se destruyera y escuchaba en esos momentos la radionovela, se sorprendió. Dudó que fuera verdad lo que estaba oyendo. Si las palabras que salían de la radio pertenecían a alguien. No encontró verosímil que la mujer de la radionovela sacara unas pastillas de una caja que nadie sabía dónde guardaba, ni tampoco que supiera que eran somníferos porque aparecía una medialuna en el empaque. Sin embargo, siguió escuchando el programa de radio. Oyó que la mujer decía que percibía desde su cama los ruidos de la calle. No parecía estar dispuesta a acostumbrarse a ellos. Afuera estaban todos, proseguía, y dentro sólo aquéllos que pretendían mantenerla dormida. Se daba cuenta de que para permanecer en el mundo necesitaba mantenerse despierta. Le hacía falta una pluma y un papel. Debía contar su historia, aunque le causara un dolor psíquico hacerlo. Hasta que llegó el momento en que nuestro personaje no siguió escuchando. En el piso superior comenzó nuevamente una serie de movimientos. Pasos que iban y venían hasta que se detuvieron para poner a funcionar una lavadora. Un aparato que en determinado momento dejó de hacer su ruido habitual y comenzó a sonar como si estuviera desarmándose. En ese instante sonó un teléfono. El personaje de los libros robados alcanzó a escuchar un aló y luego se estableció un silencio absoluto. Aunque estaba seguro de que no era pertinente pensar en eso –debía preocuparse únicamente por el extraño fenómeno que había destruido de manera misteriosa sus libros– que había convertido en pedazos tanto los libros robados como los comprados a sobreprecio como los recuperados después de haberlos vendido. Ya después de todo lo ocurrido, no era necesario preocuparse en lo absoluto de saberse descubierto por los demás. De cualquier modo, no parecía interesado en ese asunto porque casi de inmediato pensó que los vecinos debían usar a partir de entonces los servicios de Blanquita, la dependiente de la lavandería de la cuadra siguiente. Recordó que se trataba de una muchacha buena y diligente. Siempre vestida de manera impecable, lo que daba confianza a quienes dejaban su ropa en su negocio. De no ser por su afición voraz por los libros, nuestro personaje –es decir, yo– hubiera tratado de cortejarla. Pero ya era tarde. Un viejo foráneo –quizá podía tratarse del mismo sujeto del abrigo marrón con los botones rojos–, quien hacía alarde de su dinero como si de un nuevo rico se tratara, había logrado enamorarla. Ése era otro de los pagos que le exigía su tarea de obtener y recuperar libros: olvidar por completo su vida personal. Por eso quizá no entendió lo que la paciente en la radio trató de expresar. Ese dolor que le causaba la vida –razón que la llevaba a tomar tanto las pastillas que le indicaba el médico como las que ella sacaba de cajas que guardaba en lugares escondidos–, sensación que nuestro personaje llegaba a sentir solamente cuando recorría las páginas de alguno de sus preciados libros. Luego de pensar en las bondades de la muchacha de la lavandería, sintonizó otra estación al azar. Comenzó a escuchar lo que parecía el discurso solemne de un hombre indignado. El director de la Biblioteca Nacional, pensó de inmediato. El hombre que en ese momento, seguramente, ya sabía que algunas de las galeras salidas de la propia imprenta de Gutenberg eran sólo una serie de restos de papel esparcidos sobre el lugar donde dormía, en ese momento notó que el gato había sacado, de debajo de la cama donde se había escondido, la página que contenía la descripción del último círculo del infierno de Dante. El gato había hecho del papel una bola y la arrastraba de un extremo al otro de la habitación. Sin embargo, por encima del discurso del director de la Biblioteca, oyó de nuevo el estribillo un tanto bobo de la niña en la calle, la que en su momento había pensado se trataba de la Alicia de Lewis Carroll. Cambió de estación. Música, béisbol, emisiones realizadas, curiosamente, dentro de casinos de juego. Publicidad. Un hombre especializado en la interpretación de los sueños. Hasta que el personaje se cansó de buscar en las emisoras locales. Puso la banda de onda corta. Parecía, por la forma en que comenzó a mover los botones, que nunca se sabía qué se podía encontrar allí. Seguro suponía, además, que era poco probable que el estruendo que provocaron los libreros al destruirse hubiesen traspasado las fronteras del país. Sintonizó una estación que no se escuchaba bien. Sin embargo, la voz que se podía percibir como a lo lejos parecía tener el poder de tranquilizarlo. Dio la impresión de importarle cada vez menos la destrucción de los libros, el que estuvieran a punto de atraparlo, de ser acusado de asesino de lesa cultura, los ruidos en el piso de arriba –ahora se trataba de gritos de la mujer del baño que pedía no ser asesinada–, el estribillo de la niña al frente de la ventana, la voz del viejo que trataba de convencerla para que lo acompañara de nuevo, las quejas del gato –aparentemente estaba sufriendo de empacho producto de las páginas incunables que se acababa de comer–, una conversación que oía como venida del más allá –parecida al tono que utilizó Pedro Páramo cuando le informó que amaba a las jóvenes con lentes–, una conversación insólita donde una familia humilde preparaba vengarse, nada menos que en un casino, de un millonario maldito que había hecho que el Volkswagen donde se desplazaban los nueve miembros que componían aquel hogar cayera a un abismo. Pero aunque parezca algo fuera de lo normal, nada de eso parecía importarle. Le embelesaba la voz apenas audible que ahora salía por la radio. Si bien es cierto casi no se escuchaba, el hombre de los libros pudo entender que alguien, a la distancia, había experimentado algo así como una epifanía. Alguien que creía en los milagros mínimos, los casi invisibles. De alguna manera, aquello era lo que el personaje pensaba había ocurrido con sus libros. De allí quizá su interés en seguir oyendo aquello casi inaudible. Se preguntó de qué lugar del mundo provendría. Podía sentir algo así como el aroma de cipreses, de lagos congelados. La voz insistía en que estaba convencida de la existencia de un dios de las bagatelas, uno humilde que desde su panteón –ubicado al lado de divinidades del triunfo y del poder– velaba por lo infinitesimal. Por ese momento, por ejemplo, que estaba pasando mientras transmitía, en el que veía envuelto en llamas un bosque de arces en otoño. Los causantes de semejantes fuegos –expresaba la voz perdida en el espacio y en el tiempo– eran las, aunque suene contraproducente: inofensivas por naturaleza, deidades nemerosas. En ese instante, nuestro personaje recordó las lecturas de sus libros maravillosos y el significado de la palabra “nemerosa”. La voz decía que en el lugar desde donde estaba transmitiendo se encontraban presentes dos poetas de la región. La voz –se trataba de un registro algo andrógino, o quizá la mala recepción impedía saber con exactitud el sexo de la persona que la emitía– afirmaba que estaba caminando por el parque nacional de la isla de Maurice. Nuestro personaje no tenía idea de dónde podía estar situada aquella isla. Por lo que dijo después, creyó que podría tratarse de Mauricio, pero la misma voz de la radio, en algún momento, se preocupó en aclarar que no la confundieran con semejante país. En ninguno de los miles de libros recuperados había encontrado –aparte lógicamente del país Mauricio– la referencia de un sitio llamado de esa manera. Quizá estaba situado en Bélgica o Francia. O tal vez en algún punto de África, tal vez en Argelia. Era extraño que la voz hablara en castellano. Todo era raro. Una voz hablando en español desde una tierra lejana, junto a dos poetas de la región, refiriéndose a un incendio de un bosque de arces producido por seres inofensivos. La voz se afirmó también como la de un poeta. El hombre de los libros pensó que ese dato podía ser clave. Era bastante probable que aquellos desdichados que transmitían desde un bosque en llamas, tratando de minimizar el asunto, fueran unos seres sufrientes. O mezquinos. O crueles. O egoístas. Aunque, por otra parte, conocer este dato aclaraba en algo el asunto de que la información le llegase en castellano. Siempre había sabido que la poesía –al menos aquello era lo que afirmaban los fanáticos– contaba con un lenguaje universal. Pero, una vez aclarado el asunto, la misma voz afirmó que en realidad no se describiría como poeta si alguien se lo preguntara. A pesar de establecer nuevamente la duda sobre el idioma universal de los poetas, nuestro personaje se identificó al pensar que él tampoco, si alguien se lo preguntara, se describiría como un ladrón de libros. Cuando dijo aquello de que no se definiría como poeta si alguien se lo preguntara, aclaró también que le extrañaba sobremanera cada vez que alguien entregaba una tarjeta de presentación donde estaba escrito: fulano de tal, poeta o narrador. Y se sorprendía aún más en las ocasiones en que aparecían escritas las dos. Uno de los acompañantes de la voz, que la misma voz aclaró se trataba de un poeta aunque no ostentara tarjetas de presentación, decía que Nietzsche había escrito que el hombre es un híbrido entre árbol y fantasma. Al llegar a este punto de su escucha, el personaje de los libros comenzó a ver que un agua jabonosa se escurría a través del techo. Levantó la cabeza y notó que una parte del cielorraso no sólo estaba impregnada sino que comenzaban a caer ya algunas gotas al piso. Escuchó que la lavadora de arriba seguía produciendo sonidos a manera de estertores, que se confundían con los aparentes gemidos de un ser humano. Puede que fuera producto de la imaginación del hombre de los libros, pero aseguró que, mientras veía el agua jabonosa, oyó cómo los ruidos que producía la misma mujer que momentos antes había pedido que no le quitaran la vida daban a entender algo así como que el más allá tiene la forma de un casino. De inmediato oyó caer un par de zapatos. Primero fue un golpe y otro después de unos segundos. El personaje supo que habían caído no sólo en forma separada sino uno detrás de otro. Recordó que descalzarse de ese modo era de buena educación. Una muestra de respeto hacia el vecino situado en el piso inferior. Primero un zapato, después el otro, y ya el vecino recién en ese momento podía dormir tranquilo. La voz en la radio, mientras tanto, estaba terminando de mencionar la palabra “epifanía”. Señaló que la acababa de sacar de un diccionario que el hombre de los libros estaba seguro de no haber recuperado jamás. De pronto, ya no era sólo agua lo que se apreciaba en el cielorraso. Comenzaron a aparecer burbujas que se iban extendiendo por el techo. Aquella espuma le recordó por unos instantes el perdido amor de Clarita, la mujer de la lavandería. Ese Nietzsche no tenía razón, pensó de inmediato. El hombre es mezcla de árbol y libro, más bien. La ventana se abrió de golpe. ¿Quién sería esta vez? Estaba seguro de no haber recuperado ninguna primera edición del filósofo alemán. No podía venir a pedirle cuentas. Se asomó y no vio a nadie en la calle. No se encontraba ni Alicia ni el personaje del abrigo con el color de los botones inapropiado. Pero por su calle pasó de pronto una familia a bordo de un automóvil Volkswagen. Al mismo tiempo, una señora con un peinado de ostión apareció por la acera cargando un gato. Aquella mujer le hizo señas al auto para que se detuviera. Corrió y preguntó por la ventana si querían adoptarlo. Aquel animal le traía demasiados recuerdos de su marido. Su presencia era insoportable. Sobre todo cuando se metía a buscarlo debajo de la cama, lugar preferido del gato para esconderse. La familia del Volkswagen –después de que todos los miembros fueron consultados– lo aceptó. Le preguntaron a la mujer si al gato le gustaba el campo, porque estaban yendo de picnic y pronto saldrían a la carretera. La mujer no contestó, pero les entregó el gato y dijo que se iba a vivir junto a su madre, una mujer que detestaba a los animales en general. El hombre de los libros cerró en ese momento la ventana. Miró hacia el techo, completamente seco, sin manchas de humedad, y se dirigió a la cocina a preparar un té. Para su sorpresa, cuando ingresó vio en el mostrador la taza ya servida. El dios de las cosas nimias, pensó. Dio de comer a su gato, de quien estaba seguro nunca hubiera aceptado dar un paseo en Volkswagen por la carretera, y regresó a su habitación. Su magro librero seguía intacto. Allí se encontraban las tristes ediciones que su salario le permitía comprar. Con lo que ganaba no le alcanzaba para una radio y menos aún para conseguir un guiño de Blanquita, ocupada como se encontraba en su trabajo y en el galán otoñal que la esperaba todas las tardes.

My crew

de Christophe Forget

Christophe Forget (1981)


Francés, nació en Nantes. Ha cursado estudios en la École de Communication Visuelle y, con Jean Christophe Cadou, dibujo y acuarela. Integrante de los colectivos L’Arête-inutile y Centrale 7. Su técnica manifiesta una continua inquisición, especialmente a partir de su comercio con el grabado y el monotipo. Pródigas en el tratamiento del color, en sus obras se crean atmósferas oníricas, acentuadas por una dualidad hombre-animal. Forget suele decir que, al retirar la placa, aparecen, más que meras imágenes fantásticas, unos particularísimos seres sostenidos por la imaginación. Hasta la fecha, suman treinta y tres sus exposiciones en Francia y Bélgica. Tiene bien claro que Johan Van Mullem y Mélanie Duchaussoy le han permitido descubrir algunas claves de su oficio. Le gusta internarse en bosques y escalar montañas.



Mario Bellatin (1960)


Mexicano, nació en el Distrito Federal. Narrador. Tras estudiar teología en el Seminario Santo Toribio de Mogrovejo, en Perú, pasó unos años en la Escuela Internacional de Cine y Tv, en Cuba. Algunos títulos de su copiosa bibliografía son Efecto invernadero, Salón de belleza, El jardín de la señora Murakami, Perros héroes, El gran vidrio y Biografía ilustrada de Mishima. Su libro Flores mereció el Premio Xavier Villaurrutia y es Premio de Narrativa José María Arguedas por El libro uruguayo de los muertos. En su opinión, “la literatura es un mecanismo de cambio, pero no en el sentido de una inmediatez coyuntural, como si el texto fuese un instrumento que no se puede sostener por sí mismo, sin su contexto”.