Un grito de amor y de guerra. Para Miguel Hernández, la poesía era una verdad insinuada, preciosa y recóndita como una mina. Las voces que aquí concurren se entienden bien con las palabras, con sus abismos reales y tempestades. Ellas no sólo sugieren otra vida; la incitan para que brote, para tocar el grito que la habita. Es la literatura la gran biografía del mundo y ofrecemos algunas notas de su interminable canción.

No.

ENTRADAS

Decididos a esperar


Pablo Silva Olazábal

Sobre la cuchilla alta, dura, seca, quemada, lisa como un arenal.

Javier de Viana



El teniente Parra trazó con sus binoculares un semicírculo perfecto, recorriendo la línea pelada del horizonte. Los bajó con amargura, sin poder evitar un chistido de desaliento.

El baqueano siguió estos movimientos inmóvil, acuclillado junto a unas piedras grandes como huevos prehistóricos, y luego comentó:

–Al final, parece que Menéndez no se presenta nomás.

Debajo del bigote fuerte y negro, el pucho siguió también en su sitio, sin inmutarse ni echar humo, como si nunca se hubiera despegado de sus labios. Su labor de baquía le eximía de usar uniforme, y una conducta maniática por el detalle explicaba la pulcritud de su ropa, más resistente a la mugre del páramo que la del ejército.

Aburrido, zarandeó unas piedritas en la mano, como si fueran un par de dados, o un sonajero, pero el viento no permitió oír sonido alguno. Hacía cuatro días que soplaba como si quisiera volar todo lo que hubiera encima de esta parte del mundo.

–No insistas, Vázquez –dijo el otro–, va a venir.

Bajo la capa de polvo del desierto y el uniforme desastrado sobre sus huesos sin carne, Parra aún conservaba algo parecido a una secreta dignidad, pero lo único que apuntalaba esta impresión eran su andar erguido y jactancioso y la posesión del sable de regimiento, que parecía portar cada vez más cerca del suelo a medida que pasaban los días. Tanto, que junto a las huellas de sus botas había empezado a aparecer una raya al costado.

–Si no, peligra el encuentro –declaró como para sí mismo.

El baqueano dejó caer las piedras y lo miró sin poder ocultar la maravilla que le causaban esas palabras.

–Si usté lo dice. Pero va a tener que apurarse mucho.

Parra ignoró el comentario y atravesó el círculo que delimitaba el esmirriado campamento, integrado por una única carpa. Una vez del otro lado, siguió, imperturbable, escrutando el horizonte.

El cabo de primera, Jacinto Vidal, un hombre bajo, algo grueso y simpático, lo vio pasar a su lado sin dejar de revolver con un cucharón de madera una olla renegrida sobre un fuego huérfano de humo. Pese a que los acampados eran sólo cuatro, el tiempo transcurrido y el rigor del clima hacían que se trataran como si fueran mil; hablaban lo mínimo para entenderse lo indispensable.

–Cómo sabe este hombre –comentó por lo bajo– pero cuánto le erra.

–Yo a ese Menéndez lo conozco bien.

De pie, el soldado culminó la artesanía de armar un cigarro bajo ese viento, se lo puso en los labios y decidió, mirando el horizonte, que iba a ser muy difícil prenderlo. Chistó resignado, sintiendo el gusto del papel y el tabaco deshaciéndose con la saliva y el polvo. Después de una pausa exasperante, deletreó:

–No es de fiar.

Dijo estas palabras a conciencia, con rabia. Si el silbido del viento no lo hubiera impedido, el teniente Parra, a menos de diez metros, habría confirmado nítidamente sus peores temores sobre el estado de ánimo de sus hombres.

El cabo Vidal, sin dejar de revolver, cabeceó y dijo:

–Menos de fiar que los indios...

2


El punto negro se fue haciendo lentamente más grande, hasta adquirir los perfiles propios de un jinete sobre un caballo cansado bajando la loma. Los hombres permanecieron juntos, de pie, callados y sin mirarse, durante la más de media hora que demoró en llegar hasta ellos. A simple vista resultaba claro que no era Menéndez. Cuando se aproximaba vieron que se trataba de un hombre quemado por el sol, con unas facciones de muchacho desgastadas por la inclemencia. Parra detuvo el caballo y el hombre se derrumbó, temblando de fiebre, en sus brazos.

Horas más tarde, mientras lo arropaba con dos mantas viejas dentro de la carpa, ante la mirada preocupada del resto, el oficial le susurró al enfermo:

–Ivo...

Los ojos renegridos se exaltaron al oír el nombre y un desasosiego general le removió el cuerpo: manoteó el aire hasta que atrapó la muñeca del teniente.

–... Parra, váyase, mientras pueda... es una trampa... todo... todo es una trampa... –el agotamiento lo hacía desvariar, pero contra el más elemental sentido común el teniente decidió que no podían darse el lujo de que durmiera. Había algo más importante.

–Las tropas de Duarte ¿llegan? –la vehemencia del oficial asombró al baqueano Vázquez, que, pensó, jamás lo hubiera imaginado tan desesperado.

Durante varios minutos el silencio de la carpa fue ocupado por la respiración acezante del hombre tendido.

–Hay gente que... no quiere que el encuentro se haga –musitó.

La contundencia de la frase resonó contra el fondo sibilante del viento; la luz del farol amarilleó las caras impresionadas.

–¿Y… el coronel Bentancourt? –titubeó Parra.

Su voz expresaba más que ninguna otra cosa la fragilidad del momento.

El enfermo entrecerró los ojos durante un rato interminable. Era evidente que juntaba fuerzas para contestar pero la fiebre y el cansancio no lo dejaban. Nadie se atrevía a hablar. Silenciosos, contuvieron el aliento hasta que el otro por fin pudo balbucear:

–Sitiado... están… La quebrada del yugo... las tropas del litoral no...

Agotado, el italiano se desvaneció. Sin poder controlarse, Parra lo tomó por los hombros y lo sacudió varias veces. Vázquez amagó con intervenir para defender al cristiano pero, como si fuera un muñeco al que aún le quedara un resto de cuerda, éste abrió los ojos, se incorporó y gritó:

–¡No!, ¡el coronel no!

Luego cayó desmayado. Viendo cómo se hundía en un sopor profundo, los rostros palidecieron bajo la luz amarilla.

VIII

de Christophe Forget

Christophe Forget (1981)


Francés, nació en Nantes. Ha cursado estudios en la École de Communication Visuelle y, con Jean Christophe Cadou, dibujo y acuarela. Integrante de los colectivos L’Arête-inutile y Centrale 7. Su técnica manifiesta una continua inquisición, especialmente a partir de su comercio con el grabado y el monotipo. Pródigas en el tratamiento del color, en sus obras se crean atmósferas oníricas, acentuadas por una dualidad hombre-animal. Forget suele decir que, al retirar la placa, aparecen, más que meras imágenes fantásticas, unos particularísimos seres sostenidos por la imaginación. Hasta la fecha, suman treinta y tres sus exposiciones en Francia y Bélgica. Tiene bien claro que Johan Van Mullem y Mélanie Duchaussoy le han permitido descubrir algunas claves de su oficio. Le gusta internarse en bosques y escalar montañas.


3


La luna, borroneada por unas nubes largas y finas, parecía huir de su lugar en el cielo. El teniente Parra no necesitó alzar la vista para recordar a Ojeda, Servini, Pereira, Núñez y tantos otros. “Dados de baja”, “heridos” o “perdidos” eran algunos de los eufemismos que figuraban en la bitácora para evitar su condición de desertores.

–Hay que irse mañana, a más tardar –Vázquez lo encaró bajo la porosa luz de la luna. –Ni bien este pobre mozo resista para subirse a un caballo, nos vamos.

El oficial lo escrutó durante un largo tiempo, tasando la seriedad de lo dicho.

–Las órdenes del coronel Maximiliano Bentancourt –dijo finalmente mordiendo las palabras– fueron claras: esperar a los indios en el lugar del encuentro.

Se aproximó al baqueano hasta casi tocarle la cara y el desdén silbó entre los dos hombres.

–Hay que lograr tres cosas: que esperen, que no se vayan y que no se maten entre ellos.

–Pero –lo interrumpió Vidal–, ¿no oyó lo que dijo Ivo Maltés? Algo le pasó al coronel Bentancourt.

Aunque todos lo sabían, el tono impersonal de la frase hizo que sonara como una novedad. El cabo agregó:

–En dos días esto se va a llenar de salvajes pidiendo caña –levantó la nariz contra el viento, como si con eso pudiera ver un poco más en la lejanía. –O peor, comida y agua… ¿y qué les vamos a dar?, ¿de dónde vamos a sacar?

La inmensidad del cielo con sólo un par de estrellas minúsculas zozobrando entre las nubes y el paso de una brisa gélida aumentaron la desproporción del planteo.

–Nada que nos sobre –terció Matienzo, el soldado que no solía hablar, algunos pasos atrás.

Los tres se giraron porque no lo habían visto. El cigarrillo le iluminó la parte baja de la cara; apenas podían vérsele los ojos, pero no dijo nada más, y con eso aumentó el desasosiego.

Como si se hubieran puesto de acuerdo, todos se subieron las solapas y se encasquetaron los sombreros, de un modo automático, silenciosos bajo el imperio frío del viento. Era fácil ver lo que pensaban. Imágenes de desharrapados con chuzas y pieles, de mujeres y niños diezmados, se mezclaron con los inevitables ojos negros, las crenchas grasosas y la piel curtida de aquellos jinetes magníficos. Y junto a eso, los enjambres de moscas y los mil olores que acompañaban su paso y que llenaban el aire de una desconfianza parecida a la muerte.

–No sabemos si el coronel murió –replicó Parra, admitiendo que algo había ocurrido. –Lo único que se puede pensar de lo que dijo Ivo es que demorará un poco más en llegar –caminó clavando despacio sus ojos en cada uno de ellos. –El encuentro se hará. Tiene que hacerse y claro que se hará. En estos tiempos de desgracia, el país necesita de nosotros. Aquí se puede construir otro futuro.

Se detuvo frente a Vidal y lo miró fijo. Con voz endurecida agregó:

–Pero depende de nosotros.

El viento arreció subrayando esas palabras y obligándolos a subir el tono o a callar, que fue lo que todo el mundo hizo en definitiva, porque en ese momento la carpa se sacudió y una de las cuerdas chicoteó con fuerza amenazando con volar el resto. Vidal y Matienzo se abalanzaron para prevenir el desastre y, con grandes dificultades, lograron atarla. Cuando terminaron de asegurar las otras ya no quedaba nadie. Los movimientos y el chocar de las dos siluetas en la penumbra daban a la situación un tono cómico, hasta que las nubes grises dieron por fin alcance a la luna y la noche terminó de tragarlos, igual que a la carpa.

4


Antes de que el día despuntara con la sequedad propia de principios del verano, ocurrió lo previsible. El baqueano Vázquez solicitó permiso al teniente Parra para recorrer la zona en busca de un lugar más seguro para trasladar el campamento y poder evitar la intemperie del desierto. Como también era previsible, el oficial negó cualquier posibilidad con el argumento de que ése y no otro era el punto pactado por el coronel Bentancourt con los indios. Había que esperarlos allí, en el descampado, sin armas ostensibles y con un número mínimo de tropa para asegurar a los caciques la naturaleza pacífica de la reunión.

–¿Pero me quiere decir cómo va a hacer para que no nos maten a nosotros? –el baqueano alzó la voz de un modo que no pasó desapercibido para nadie. El oficial no se molestó ni siquiera en mirarlo.

–Andate, Vázquez. Es lo que querés oír y te lo digo. Andate, si querés. Nadie te obliga a quedarte.

Los huesos de la mano se crisparon en torno a los binoculares que le colgaban del cuello. Lo miró con una rabia que masticó en cada palabra:

–Yo voy a esperar a los indios acá. En esta carpa. Aunque sea solo.

El silbido exasperante del viento volvió a remarcar sus palabras. Todos sabían que la valentonada era cierta. Por su parte, Parra también sabía que lo que quedaba de su tropa lo estimaba demasiado como para cargar sobre sus conciencias el peso de su muerte. Fue por eso que Vidal, en un gesto de nerviosismo, se atusó los bigotitos tártaros pero no se atrevió a preguntar lo que hace días le rondaba la cabeza: por qué insistir tanto en algo que a estas alturas parecía no importarle a nadie.

Pero no abrió la boca ni dejó trasuntar nada más que un gesto gastado de melancolía.

Parra frunció los labios y luego evaluó la línea pelada del horizonte.

–Menéndez es un pulpero de confianza. Yo mismo hice el trato con él. Va a traer todo, comida, caña, armas. Quédense tranquilos. No vamos a hacer un papelón.

El viento giró sobre ellos y arrastró las últimas sílabas con un matiz descarado de burla.

5


Bajo las estrellas, el llano seguía igual a sí mismo, sin ningún cambio salvo que la ventisca interminable había amainado, al menos en parte. En la oscuridad parecía como si los animales aguardaran una distracción de los hombres, que fumaban sentados en el suelo, para salir a hacer su vida.

–Matienzo –dijo el teniente, incorporándose.

El soldado caminó hasta su lado y murmuró un “mande”.

–¿Maltés sigue durmiendo?

El interpelado apenas movió la cabeza asintiendo.

–¿Tendrá para mucho esto de la fiebre?

Antes de que pudiera responder lo tomó de la manga y lo llevó aparte.

–Decime, ¿no se podrá hacer algo?

El soldado le devolvió una mirada torva. Dio una última chupada al cigarro; la lumbre se avivó por un instante y luego se perdió en el aire, arrastrada por el viento, que ya había vuelto a soplar. Finalmente preguntó:

–¿Algo? ¿Como qué?

Los ojos de Parra se achicaron, levemente irritados frente al carácter de la pregunta. Matienzo comprendió en ellos la respuesta y no le gustó.

–¿Una sangría? ¿Hacerle una sangría?

El oficial miró hacia el costado, calculando la posibilidad de que los otros los oyeran. Cuando la desechó, dijo con voz baja y firme:

–Eso mismo. Tiene que decir lo que sabe. Quiero saber dónde estamos parados.

–Pero el hombre está débil... muy débil.

La duda le aclaró el semblante, pero Parra aguantó sin inmutarse.

Mientras tanto los otros, sentados a un par de metros, seguían ajenos, entregados al arte de hacer durar un armado. No hablaban entre sí y tampoco parecían, aunque seguramente lo estaban, interesados en esa conversación.

El teniente se limitó a mirar fijo al otro, como si la importancia no se pudiera comunicar con palabras. El soldado no aguantó y se rascó detrás de la oreja.

–Ahora que si lo dejamos dormir, capaz que en un día o dos se puede –dijo en un intento débil.

Parra siguió mirándolo sin pestañear, hasta que dio un resoplido y accedió:

–Podríamos esperar hasta mañana. Si no se despierta, bueno, probamos.

Era lo que quería oír el teniente, que se quedó escrutando el calibre de la decisión tomada por su subordinado. Había algo en sus ojos que no le convencía para nada. Sobándose el hombro, incómodo por lo tenso de la situación, Matienzo miró hacia un costado y enarcó las cejas:

–Ahora, preferiría sangrarle un solo brazo.

Parra estuvo de acuerdo. Se dijeron buenas noches y se separaron.

Reddition

de Christophe Forget

Christophe Forget (1981)


Francés, nació en Nantes. Ha cursado estudios en la École de Communication Visuelle y, con Jean Christophe Cadou, dibujo y acuarela. Integrante de los colectivos L’Arête-inutile y Centrale 7. Su técnica manifiesta una continua inquisición, especialmente a partir de su comercio con el grabado y el monotipo. Pródigas en el tratamiento del color, en sus obras se crean atmósferas oníricas, acentuadas por una dualidad hombre-animal. Forget suele decir que, al retirar la placa, aparecen, más que meras imágenes fantásticas, unos particularísimos seres sostenidos por la imaginación. Hasta la fecha, suman treinta y tres sus exposiciones en Francia y Bélgica. Tiene bien claro que Johan Van Mullem y Mélanie Duchaussoy le han permitido descubrir algunas claves de su oficio. Le gusta internarse en bosques y escalar montañas.


6


Los tres hombres achicaron los ojos, hipnotizados por una bola informe de pasto seco que rebotaba y se desmadejaba con el viento. Los quejidos ya no se oían.

El teniente Parra, imaginando que aquellos perfiles rocosos que se veían a la distancia eran un ejército inmóvil, recordó que conocía a sus hombres desde hacía al menos diez años. No quedaban muchas cosas por decir, pero esta vez el silencio era ominoso, crispado por la espera.

Haciendo una excepción a su rigor habitual, se preguntó por qué seguía adelante con aquella misión descabellada. Luego de vadear los pretextos que la buena conciencia le imponía, tuvo que confesarse que, por mucho que les pesara a los que creían conocerlo, hacía esto por la razón más militar que existe: porque alguien tenía que hacerlo. Pero ese pensamiento, que de alguna manera lo satisfacía en lo íntimo de su orgullo, no estaba completo si no se le agregaba algo, que sentía que debía hacerlo.

–Teniente –la voz de Matienzo, emergido de la carpa con la camisa arremangada y los brazos llenos de manchitas oscuras, lo sacó de sus pensamientos. Con una ansiedad torpe, se incorporó y entró. El baqueano Vázquez quiso seguirlo pero se lo prohibió con un gesto; quería estar solo con el interrogado. Lo que era una forma poco sutil de expresar la voluntad de ser el primero en oír lo que tenía que decir. Dos horas más tarde abrió la carpa.

Devastado, con ojeras oscuras y hundidas como zanjas, el teniente Parra asomó más delgado que nunca. No se molestó en disimular su abatimiento; tampoco habría podido hacerlo.

Los hombres lo observaron en suspenso, aguardando las noticias terribles dichas por Ivo Maltés pero Parra no dijo nada. No dio detalle alguno. Sólo se limitó a anunciar:

–El encuentro no se hace.

Dicho esto se sumió en un mutismo profundo, ignorándolos como si no existiera nadie más. Los otros se miraron intrigados y en silencio.

Finalmente el cabo Vidal venció el pudor y preguntó:

–¿Se puede saber qué dijo?

Apretando los dientes, Parra murmuró que el desastre había sido mayor de lo imaginado. Era posible que el coronel no llegara nunca. Y casi seguro que Duarte lo haría tarde. Pero lo peor era que el gobierno, ocupado en sobrevivir a su última crisis, no había reaccionado en ningún sentido. Ni siquiera había emitido una declaración. Por no haber, no había ni una posición oficial sobre el encuentro.

–Este proyecto –deletreó con amargura– se apoya en el vacío.

Como un alumno reprobado, los miró y dijo que ahora sí escucharía lo que sus hombres tuvieran que decirle.

Tanto el baqueano como Vidal estuvieron rápidamente de acuerdo. Tras cuidarse de subrayar que esto coincidía con sus posiciones de días atrás, analizaron las posibilidades que se les presentaban: trasladarse a un lugar más seguro, rodear la zona buscando aliados o simplemente volver a la civilización. Sin fuerzas, el teniente escuchaba y asentía como si estuviera vacío por dentro. Era evidente que lo de la carpa lo había golpeado, pero a sus hombres eso no les importaba demasiado; querían salir del descampado cuanto antes y entrechocaban argumentos para fundamentarlo.

En eso estaban cuando la voz del soldado Matienzo los interrumpió.

–Oigan –dijo desde la carpa–, se murió.

Lo rodeaba una sombra que le arqueaba el cuerpo y le achicaba los ojos. Como una marca, el viento comenzó a soplar y entibió el silencio que cayó de golpe sobre aquellos hombres inmóviles, desolados.

El teniente Parra, más flaco que nunca, bajó la cabeza y se hundió en la contemplación del suelo con las sienes cavadas por la angustia. No pudo ver cómo Matienzo, venciendo su propio pesar, avanzaba lentamente hasta él y le ponía la mano en el hombro huesudo.

Con voz estragada, dijo:

–Hay que seguir, teniente.

El aludido alzó la vista, como si el soldado hubiera acertado a caer en ese instante y en ese exacto lugar. Lo escrutó, negándose a creer lo que acababa de oír, como si fuera un enfermo o un borracho y luego negó varias veces con la cabeza. Matienzo no dijo nada, pero tampoco le sacó la mano del hombro.

El teniente intentó desembarazarse, pero no pudo. Llegó incluso a abrir la boca, pero la cerró demacrado por la falta de ánimo y la derrota.

Finalmente la sombra de la sangre derramada terminó por alcanzarlo también a él. Sintió cómo la muerte de Ivo Maltés lo envolvía como el reclamo de una deuda inexorable y cómo, a través de las palabras del soldado, imponía su mandato.

El cabo Vidal los observó con preocupación. La simpleza de su carácter lo hacía inmune al mandato de sangre que atormentaba a sus compañeros, pero sentía un afecto profundo por su teniente, y no soportaba verlo en ese estado. Así que, después de rascarse la cabeza, dijo en tono de disculpa animosa:

–Capaz que tiene razón. A lo mejor hay que seguir. Aparte, después de todo, Menéndez va a venir, ¿no?

Los tres lo miraron sorprendidos. El soldado asintió varias veces con la cabeza, reafirmando lo dicho. La mirada del teniente Parra los sobrevoló con desvarío hasta que, sin decir nada, terminó aseverando con la cabeza.

7


Escandalizado por lo que acababa de oír, el baqueano Vázquez, conocedor de aquellos hombres, pudo imaginar la escena que aparecía en la mente de sus tres compañeros. No sólo la vio sino que hasta la olió: las tiras de charque secándose al sol, el humo y el aire pestilente y dulzón, la algarabía de las tolderías, la pobreza inconcebible y el mosquerío infernal, los niños desnudos y panzones corriendo tras los perros, las reuniones de comadres bisbiseando por lo bajo, los grupos de jóvenes admirando y despreciando los uniformes, y, en el centro, al aire libre, la mesita donde un oficial maldecía el viento y labraba el acta de la primera reunión alrededor del fogón principal, mate o caña en mano, entre aquellos caciques pauperizados pero dignos y los representantes oficiales, todos sentados en cabezas de vaca o en cuclillas, discutiendo y callándose, ofendiéndose y aceptando disculpas, imponiendo condiciones que pronto serían borradas, pero que se aceptaban por la felicidad del encuentro que hacía posible imaginar un futuro.

Indignado por la contundencia y la desproporción de aquella imagen, convencido de que era un delirio, pero sabiendo que la tozudez de estos tres desesperados era dura como una roca, Vázquez pateó con fuerza un terrón y puteó con furia a los cuatro vientos. Su grito despertó al teniente que, abriendo los ojos, dijo:

–Tenés razón, cabo Vidal, claro que sí. Menéndez va a venir.

Esa misma noche, el baqueano Vázquez desapareció en silencio, caminando con su caballo.

Por la mañana el viento aulló en torno a los tres hombres clavados, por propia voluntad, en la soledad indecente del llano quemado, decididos a esperar.

Pablo Silva Olazábal (1964)


Uruguayo, nació en Fray Bentos. Narrador y periodista. Se dedica casi exclusivamente al género narrativo, del que figuran los siguientes títulos: La revolución postergada, Entrar en el juego, La huida inútil de Violeto Parson, Lo más lindo que hay y Pensión de animales. Acaba de reimprimirse en España su libro Conversaciones con Mario Levrero, compuesto con la correspondencia que, durante cuatro años, mantuvo con el escritor. Colaborador en diversas publicaciones: Brecha y El País (Uruguay), Revista Ñ (Argentina) y Turia (España). Ha hecho periodismo cultural desde el año 2010, conduciendo La máquina de pensar, un programa literario en Radio Uruguay. En dos oportunidades obtuvo el Premio Morosoli.