En un cuento de Benedetti, los jugadores de cierto club rioplatense cambian la letra del himno nacional por la de un tango, y triunfan. Como en esa ficción, el fútbol y la política se encuentran con frecuencia. Son viejos conocidos. Los textos que publicamos recogen algunas historias alrededor de la pelota. Ella es fuente de alegría cuando estalla en la red y ahora recolecta ovaciones, metiéndole goles a la amnesia.

No.

ENTRADAS

Un ácido para Guillermo Tell


Luis Sagasti

Para un mayor entendimiento, las cosas del mundo suelen acomodarse en pares: no hay figura sin fondo ni luz sin oscuridad. Difícil encontrarle un estante a lo que no tiene reverso. Lo impar entraña siempre una rara incomodidad. La inclinación por instituir clásicos en el fútbol obedece al mismo impulso inevitable. El rival se transforma en dorso cuando ayuda a delinear los perfiles de lo que se alienta. Ellos, nuestros rivales, son quienes nos hacen mejores, por eso deben estar al lado nuestro. Desear su descenso o su eliminación en un torneo es propio de quienes no han comprendido el truco.

En algunas ocasiones, se celebran triángulos en que, de acuerdo al temple o al fixture, prevalece uno de los tres lados. Uruguay, Argentina y Brasil conforman un clásico y el último es el vértice más fuerte. Para nosotros y los uruguayos, el rival a vencer siempre es Brasil. Podemos acordar un empate con nuestros primos, jamás con La verdeamarela. No sé qué sentirán los cariocas, se me ocurre que el Maracanazo es una llaga insomne y todo partido con La celeste constituye una revancha. A veces, con un candor empeñoso, se quiere instalar un clásico a partir de alguna circunstancia fortuita: Argentina contra Colombia, después del cinco a cero en el 93, por ejemplo.

En Europa, España y Portugal hacen yunta; Holanda y Bélgica, Inglaterra y Escocia, acaso Bulgaria y Rumania, van en pares. Creo que el triángulo sudamericano se replica con Alemania, Francia e Italia, aunque el equipo de Tintín es casi un invitado. Dejo para el final Austria y Suiza porque, sin que medie en suerte ninguna incidencia ocasional, justo sería que Polonia reemplazara a los austriacos.

Toda nación tiene su prócer franquicia: San Martín, Bolívar, Napoleón; los suizos han encontrado en Guillermo Tell al hombre que mejor le cabe el traje. Sólo una nación de relojeros puede consagrar como héroe a quien acierta un flechazo de ballesta sobre la cabeza de su hijo –lo que, además, constituye una fuerte presión para todo suizo que intente patear un penal.

Los mejores músicos de la historia han nacido en los países con quienes comparten fronteras. Sólo por nombrar algunos: Bach y Beethoven, en Alemania; Ravel y Debussy, en Francia; Vivaldi, Verdi, Rossini y Monteverdi, en Italia. En Austria se puede armar un seleccionado completo con Mahler al arco y Mozart de diez, para empezar. Como si fuera un vacío sonoro, un remanso entre tanta furia de corcheas, Suiza no produce música, sino canto tirolés. Sin embargo, fue en su Mundial cuando el fútbol devino rock and roll.

Como los Juegos Olímpicos y la carrera hacia la luna, el Mundial de Suiza de 1954 fue parte de la Guerra Fría. Corea del Sur estaba recién salida del horno y no podía faltar a la cita; el bloque soviético consideró cuestión de Estado la performance de los húngaros –uno de los mejores equipos de la historia–, y la CIA pergeñó un plan, que finalmente no llevó a cabo, para secuestrar a Puskas, la estrella de Hungría.

Cuesta creer que en un país donde, de acuerdo al ingenuo e irónico conservadurismo de Borges, sus habitantes se han conjurado para que sea la razón la que disuelva sus diferencias, se haya llevado a cabo el Mundial más disparatado que se recuerde –y en el que más goles se marcaron. En el grupo B, Hungría le gana a Alemania 8 a 3; tres días más tarde, Alemania vence 7 a 2 a Turquía, que había apabullado 7 a 0 a Corea del Sur; ya en cuartos, Austria le hace 7 a Suiza pero luego recibe 6 de Alemania. Y Hungría, que no metía menos de 4 goles por encuentro, pierde la final con Alemania, que le descarga 3 goles –el resultado más inesperado: nadie creía que Hungría podía llegar a perder.

Les habitants d’Ugine

de Eric Demelis

Eric Demelis (1974)


Francés, nació en Annecy. Reside en Grenoble. Se declara autodidacta. Su devoción por la pintura flamenca, en particular Pieter Brueghel “El Joven” y El Bosco, el Art Brut y el cómic lo inclinó al dibujo. Aunque durante largos años se desempeñó en los más diversos oficios, confiesa que se decidió a ejercer el dibujo a partir de una historia de amor y un periodo de desempleo. En sus figuras deformes en tinta india, carboncillo, acrílico y modelado, paradójicamente prevalece y se acentúa lo humano. Estos personajes expresan la dualidad entre el bien y el mal. Priva en su lenguaje la idea de transfigurar la asfixiante angustia del mundo contemporáneo. Ha expuesto en muchas partes de Francia, Italia y Bélgica.



El encuentro más absurdo de la competencia lo jugaron Austria y Suiza en los cuartos de final. Hasta los 16 minutos nadie había abierto el marcador. A los 19, Suiza se pone 3 a 0. 14 minutos más tarde, Austria ya gana 5 a 3. Un gol de Suiza clausura el primer tiempo. Finalmente terminó 7 a 5 a favor de Austria. Se había jugado en Lausanne, donde, para darle un marco de Macondo, se llegó a unos inusuales 40° de calor. Pareciera como si, de pronto, los once jugadores suizos hubieran pegado un verdadero grito de liberación: 3 goles en 3 minutos, y luego asustados de su propio alarido, horrorizados ante tantos colores, se pasmaran, viendo llegar como liebre en la ruta los faros austriacos.

En Suiza, a contrapelo de los intereses políticos, se llevaba a cabo un experimento, una suerte de preparación de lo que vendría. Vuelvo a Los conjurados: tiene razón Borges cuando escribe que en el centro de Europa estaban conspirando. Pero esta confabulación excluye a los banqueros y los militares y no por las razones obviadas por el escritor. Veamos. En 1943, unos días antes de que los nazis entren al gueto de Varsovia, el científico Albert Hofmann sintetizó en Zurich LSD. Una milésima de gramo en la punta de la lengua es suficiente para tocar el timbre en las mismísimas puertas de la percepción; de par en par se abren, como quería William Blake, y la realidad deviene más real que nunca; es decir: infinita. ¿Se habrá rociado el campo con esa sustancia, o se depositó en el agua de los bancos suplentes, como una vez un grupo de hippies quiso hacerlo en tanques de agua de Cleveland? Lo cierto es que exactamente al otro día de que terminó el Mundial, el lunes 5 de julio de 1954, Elvis Presley, sin tener la menor idea de todo esto, grabó su primer disco: That´s All Right Mama. Y el mundo fue otra cosa. Ese mismo año se fabricó la primera Fender Stratocaster, el arma letal del rock. Y diez años antes de la inauguración del Whisky a Go Go, a Ferenc Puskas, el mejor jugador del mundo en ese momento, lo bautizaron Cañoncito Pum.

Digamos que en Suiza se juegan los sesenta antes que en ninguna otra parte. Y los suizos, relojeros al fin y al cabo, se asustan de sus propios gritos de rock-gol dos años antes de que Allen Ginsberg publique su Aullido.

Desde entonces –o acaso desde siempre–, el juego de Suiza es austero, defensivo, de una frugalidad práctica, acaso aburrida y previsible. Fue cabeza de serie en el Mundial de Brasil porque en las eliminatorias ganó al trote su zona –convengamos que el rival más difícil de los que enfrentó se llama Noruega. Sin embargo, cada tanto, recuerda esa furia temerosa del 54. El año pasado, jugando de local, le ganaba 4 a 1 a Islandia hasta que el aullido de Ginsberg se transformó, como una maldición, en el grito de Munch: 4 a 4 terminó el partido.

Los actores de las guerras europeas suelen ser siempre los mismos. Pueden cambiar de papel, y de hecho lo hacen: Inglaterra y Francia, enfrentadas en el siglo XIX, fueron aliadas en el XX. Hay dos, sin embargo, que se mantienen inalterables: Suiza nunca juega y Polonia siempre lo hace de local. En otros términos: la jugada Polonia invade Suiza es imposible en el TEG.

Diezmada su nación en la Segunda Guerra, nada se sabe del fútbol polaco sino hasta el Mundial del 74, cuando salieron terceros.

Suiza y Polonia nunca jugaron entre sí en un Mundial.

Volvamos a Borges. Los cantones se han conjurado. El logos eterno discierne sus problemas con los otros porque nunca se les ocurre preguntar por el origen de los depósitos bancarios. Aunque la sede estuvo en Ginebra desde su creación, Suiza recién entró a las Naciones Unidas en 2002. No hay logos con el resto del mundo, el idioma de los bancos es otro. El mismo que habla Grondona, vicepresidente de la FIFA desde hace añares, sin saber una palabra de inglés.

Sin saber una sola palabra de inglés.

Los ciudadanos suizos pueden hacer el servicio militar en el Vaticano, el otro Estado no afiliado a la ONU.

El Vaticano es el único Estado del mundo sin cancha de fútbol.

La FIFA reconoce 15 naciones más que la ONU.

Grondona lleva cinco papados siendo dirigente –desde Pablo VI.

FIFA y ONU bien pueden constituir un clásico.

Hasta 2002, el partido podría haberse celebrado en Suiza.

Hoy no habría cancha neutral donde celebrarlo.

Palestina, tal vez. Que es Polonia en Medio Oriente.

Luis Sagasti (1963)


Argentino, nació en Bahía Blanca. Narrador. Ha publicado las siguientes obras: El canon de Leipzig, Los mares de la luna, Perdidos en el espacio, Bellas artes, Maelstrom, El arte de la fuga y Una ofrenda musical. Su actividad literaria no ha interferido con su amor por el deporte: en baloncesto es devoto de Manu Ginóbili y, en fútbol, desde 1974, de la selección de Holanda (“vestía de naranja y, como ocurre con lo hermoso, perdió la final”). Suele asegurar que prefiere un buen tinto que mil cervezas y proclamar su afición ilimitada a la música de Bach, Beatles y Led Zeppelin. Los diálogos con su abuelo fueron clave en su formación. Y los tomos de las Obras completas de Sarmiento que le heredó. Y Tólstoi y Vonnegut.